viernes, 4 de febrero de 2011

Más pruebas de la veracidad de los relatos sumerios

Espero y deseo que la lectura del prólogo y parte del primer capítulo del libro de Zecharia Sitchin, que aquí publico, y cuyo título es ¨El Génesis Revisado¨, los motive a leer tanto como les sea posible sobre la civilización Sumeria. Como les he comunicado en otras oportunidades los libros de texto y otras publicaciones oficiales, siempre mencionan a esta civilización muy superficialmente y enseguida abordan la civilización Egipcia como si aquí comenzó la civilización terrícola; por lo que es obvio, a los gobiernos y religiones del mundo, les resulta incomodo aceptar hechos que dan al traste con lo que a ellos les ha convenido informar a la humanidad. Por algunas razones técnicas no les pude agregar las figuras a las cuales hace referencia el libro, pero trataré de subsanar ese pequeño percance en cuanto me sea posible.

Disfruten de la lectura, y no olviden que estoy siempre a la orden para aclarar alguna duda, o para suministrarles acceso a la biblioteca digital que me es útil para poder investigar y publicar lo que considero necesario para orientar a los amantes del tema que aquí nos convoca: El Origen del Hombre Terrícola.

Comienzo de la lectura.
ZECHARIA SITCHIN
EL GÉNESIS
REVISADO
Por el autor de las Crónicas de la Tierra
EDICIONES OBELISCO
ZECHARIA SITCHIN
¿Estará la ciencia moderna alcanzando los conocimientos de la antigüedad?

EL GÉNESIS REVISADO
Zecharia Sitchin
Título original: Génesis Revisited
Ira edición: septiembre de 2005

La ciencia y el mito, ¿pueden ser una y la misma cosa?
• ¿Fue Adán el primer bebé probeta? ¿Y fue Eva la primera beneficiada de una operación de transplante de órganos?
• Sodoma y Gomorra, ¿fueron destruidas por la fisión nuclear?
• ¿Existían impresoras de ordenador hace ya 5.000 años?
• ¿Cómo pudieron las gentes de la antigüedad describir con tanta precisión detalles de nuestro Sistema Solar
que sólo ahora están siendo revelados por las sondas espaciales?

Las increíbles respuestas a estas preguntas se encuentran aquí, plenamente documentadas con los últimos hallazgos científicos, en una importante y fascinante obra del autor de las CRÓNICAS DE LA TIERRA.

PRÓLOGO
En las últimas décadas del siglo xx, la humanidad ha presenciado un aumento considerable, casi abrumador, de sus conocimientos. Los avances en todos los campos de la ciencia y de la tecnología ya no se miden en siglos, ni siquiera en décadas, sino en años e, incluso, en meses; y tenemos la sensación de haber sobrepasado en conocimientos y posibilidades todo lo que el hombre había conseguido en el pasado.
Pero, ¿es posible que la humanidad haya salido de las Épocas Oscuras y de la Edad Media, que haya llegado a la Era de la Ilustración y haya pasado por la Revolución Industrial, que haya entrado en la era de la alta tecnología, de la ingeniería genética y de los vuelos espaciales, simplemente para ponerse a la altura, en cuanto a conocimientos, del hombre de la antigüedad?

A lo largo de generaciones y generaciones, la Biblia y sus enseñanzas han servido de anclaje para una humanidad que buscaba, pero apareció la ciencia moderna y lo echó todo a rodar, especialmente en la confrontación entre Evolución y Creacionismo. En este volumen demostraremos que aquel conflicto no tenía ningún fundamento, y que en el Libro del Génesis y en sus fuentes se reflejan conocimientos científicos del más alto nivel. Así pues, ¿es posible que lo que nuestra civilización está descubriendo hoy en día acerca del planeta Tierra y acerca de nuestro rincón del universo, de los cielos, no sea más que un drama que podría tener por título «El Génesis revisado», simplemente, el redescubrimiento de algo que ya conocía una civilización mucho más antigua, en la Tierra y en otro planeta? No se trata de una cuestión de mera curiosidad científica, pues apunta al núcleo de la existencia de la humanidad, a sus orígenes y a su destino. Involucra al futuro de la Tierra como planeta viable, y esto porque tiene que ver con acontecimientos del pasado de la Tierra; se introduce en el adonde vamos, porque revela de dónde venimos. Y, como veremos, las respuestas llevan a conclusiones inevitables, que unos consideran increíbles de aceptar, mientras otros se aterran ante la
idea de tener que afrontarlas.

LAS HUESTES DEL CIELO
                                                                   En el principio
                                                                   Dios creó el Cielo y la Tierra.

El concepto de un principio de todas las cosas es básico en la astronomía y en la astrofísica modernas. La idea de que había un vacío y un caos antes de que hubiera orden da forma a las últimas teorías que sostienen que el caos, y no la estabilidad permanente, rige el universo. Y, por otra parte, también está la idea del rayo de luz que dio comienzo al proceso de creación. ¿No sería ésta una referencia al Big Bang, la teoría según la cual el universo se creó a partir de una explosión primordial, un estallido de energía en forma de luz, que lanzó en todas direcciones la materia de la cual están formadas las estrellas, los planetas, las rocas y los seres humanos, creando las maravillas que vemos en los cielos y en la Tierra? Algunos científicos, inspirados por los atisbos de nuestra más inspirada fuente, así lo creen. Pero, entonces, ¿cómo pudo conocer el hombre de la antigüedad la teoría del Big Bang? ¿O trataría el relato bíblico de materias más cercanas a nosotros, de cómo se formó nuestro pequeño planeta, y de cómo se creó la zona celeste llamada el firmamento, o «brazalete repujado»?

Es más, ¿cómo pudo forjar cosmogonía alguna el hombre de la antigüedad? ¿Qué sabía en realidad, y cómo lo había aprendido? Lo más adecuado será que comencemos la búsqueda de respuestas allá donde los acontecimientos comenzaron a desplegarse: en los cielos; allá donde, también desde tiempos inmemoriales, el hombre ha sentido que podría encontrar sus orígenes y sus valores más altos (Dios, si lo prefiere usted así). Por estremecedores que resulten los descubrimientos que hemos llegado a hacer con el microscopio, lo que
el telescopio nos ha permitido ver nos ha hecho percatarnos plenamente de la grandeza de la naturaleza y del universo. De todos los avances de los últimos tiempos, los más impresionantes han sido, sin ninguna duda, los descubrimientos hechos en los cielos que rodean nuestro planeta.

¡Unos descubrimientos ciertamente asombrosos! En unas pocas décadas, nosotros, los terrestres, nos hemos remontado sobre la faz de nuestro planeta, hemos recorrido los cielos de la Tierra a centenares de kilómetros por encima de su superficie, hemos aterrizado en su solitario satélite, la Luna, y hemos enviado todo un ejército de naves espaciales no tripuladas para sondear a nuestros vecinos celestes, descubriendo mundos vibrantes y activos, deslumbrantes en colores, características, composición, satélites, anillos... Quizás por vez primera, podemos entender plenamente y sentir el alcance de las palabras del salmista:

                                                      Los cielos hablan de la gloria del Señor
                                                      y la bóveda del cielo revela Su obra.

Toda una era de exploraciones planetarias llegó a su climax cuando, en agosto de 1989, una nave no tripulada, la Voyager 2, al pasar junto al lejano Neptuno, envió a la Tierra imágenes y datos. Con un peso de alrededor de una tonelada, pero ingeniosamente atestada de cámaras de televisión, equipos sensores y de medida, una fuente de energía nuclear, antenas de transmisión y diminutos ordenadores (Fig. 1), fue capaz de enviar a la Tierra sus débiles pulsaciones que, incluso a la velocidad de la luz, tardaron más de cuatro horas en llegar. En la Tierra, esas pulsaciones fueron capturadas por un ejército de radiotelescopios, los que conforman la Deep Space Network de la U.S. National Aeronautics and Space Administration (NASA) (Red del Espacio Profundo de la Administración Nacional Aeronáutica y Espacial de los Estados Unidos.); más tarde, mediante ingenios electrónicos, aquellas débiles señales se tradujeron en fotografías, mapas y otros tipos de datos en las sofisticadas instalaciones del Jet Propulsión Laboratory (JPL)2 de Pasadena, California, que gestionaba el proyecto para la NASA.

Lanzado en agosto de 1977, doce años antes de que llevara a cabo su última misión, la visita a Neptuno, el Voyager 2 y su compañero, el Voyager 1, habían sido pensados en un principio para llegar y explorar Júpiter y Saturno nada más, con el fin de acrecentar los datos de aquellos dos gigantes gaseosos obtenidos previamente con las naves no tripuladas Pioneer 10 y Pioneer 11. Pero con un ingenio y unas habilidades fuera de lo común, los científicos y los técnicos del JPL se aprovecharon de un raro alineamiento de los planetas exteriores y, utilizando las fuerzas gravitacionales de estos planetas como «lanzadoras», se las ingeniaron para propulsar al Voyager 2 primero desde Saturno a Urano y, luego, desde Urano a Neptuno

Y así fue como, durante varios días de finales de agosto de 1989, los titulares de las noticias relacionadas con otro mundo dejaron a un lado a los de los conflictos armados, las agitaciones políticas, los resultados deportivos y los informes del mercado que constituyen la relación cotidiana de la humanidad. Durante unos pocos días, el mundo al que llamamos Tierra se tomó un respiro para observar a otro mundo; nosotros, los terrestres, nos pegamos a nuestros televisores, estremeciéndonos ante las imágenes cercanas de otro planeta, aquel al que llamamos Neptuno.

Mientras en las pantallas de nuestros televisores aparecían las fascinantes imágenes de un globo de color aguamarina, los locutores insistían repetidamente en que ésta era la primera vez que el hombre en la Tierra había podido ver este planeta; un planeta que, incluso con el mejor de los telescopios situados en la Tierra, sólo es visible como un punto de luz mortecino en medio de la oscuridad del espacio, a más d 4.500 millones de kilómetros de nosotros. Los locutores recordaban a los telespectadores que Neptuno fue descubierto ya en 1846, después de que las perturbaciones en la órbita del cercano Urano indicaran la existencia de otro cuerpo celeste más allá de él. Y nos recordaron que nadie antes de entonces, ni Isaac Newton, ni Johannes Kepler, que entre uno y otro descubrieron y establecieron las leyes de los movimientos celestes en los siglos XVII y XXIII; ni Copérnico, que en el siglo XVI determinó que el Sol, y no la Tierra, estaba en el centro de
nuestro sistema planetario; ni Galileo, que un siglo después utilizó un telescopio para anunciar que Júpiter tenía cuatro lunas; ni ningún gran astrónomo hasta mediados del siglo xix, y sin duda nadie antes de esos tiempos, había sabido de la existencia de Neptuno. Y así, no sólo el telespectador medio, sino también los astrónomos mismos, estaban a punto de ver lo que no se había visto nunca antes; sería la primera vez que veríamos los colores y la textura de Neptuno.

Pero dos meses antes del encuentro de agosto, yo había escrito un artículo para diversas revistas mensuales de Estados Unidos, Europa y América del Sur, contradiciendo estas ideas largo tiempo sostenidas, diciendo que Neptuno ya era conocido en la antigüedad, y que los descubrimientos que estaban a punto de realizarse no harían más que confirmar los conocimientos de la antigüedad. ¡Predije que Neptuno sería de un color azul verdoso, que sería acuoso, y que tendría manchas de color de «vegetación cenagosa»! Las señales eléctricas del Voyager 2 confirmaron todo eso y más. Mostraron un hermoso planeta azul verdoso, aguamarina, envuelto en una atmósfera de gases de helio, hidrógeno y metano, barrido por arremolinados vientos de alta velocidad que hacían que los huracanes de la Tierra pareciesen tímidos. Por debajo de su atmósfera, se veían
unos gigantescos y misteriosos «borrones» de coloración a veces de un azul más oscuro, a veces de un amarillo verdoso, dependiendo quizás del ángulo de incidencia de la luz del Sol. Tal como se esperaba, las
temperaturas de la atmósfera y de la superficie se hallaban por debajo del nivel de congelación pero, insospechadamente, resultó que Neptuno emitía calor desde su interior. En contra de lo que se había pensado previamente, de que Neptuno sería un planeta «gaseoso», el Voyager 2 determinó que tenía un núcleo de roca sobre el cual flotaba, según las palabras de los científicos del JPL, «una mezcla pastosa de hielo acuoso». Esta capa acuosa, que circunda el núcleo rocoso a medida que el planeta gira en su día de dieciséis horas, actúa como una dinamo que genera un campo magnético notable.

Este hermoso planeta (véase Neptuno, página siguiente) resultó estar circundado por varios anillos compuestos de peñascos, rocas y polvo, y estar orbitado por al menos ocho satélites o lunas. De éstos, el mayor, Tritón, resultó ser no menos espectacular que su señor planetario. El Voyager 2 confirmó el movimiento retrógrado de este pequeño cuerpo celeste (casi del tamaño de la Luna de la Tierra), que órbita a Neptuno en dirección opuesta a la de Neptuno y a la de todos los demás planetas conocidos de nuestro Sistema Solar: no en dirección contraria a las agujas del reloj, como lo hacen todos, sino en la dirección de las agujas del reloj. Además de su mera existencia, de su tamaño aproximado y de su movimiento retrógrado, los astrónomos no sabían nada más de Tritón. El Voyager 2 reveló que se trataba de una «luna azul», apariencia resultante del metano de su atmósfera. La superficie de Tritón, vista a través de su fina atmósfera, mostraba una superficie gris rosada con rasgos accidentados y montañosos en un lado, y rasgos lisos, casi sin cráteres, por el otro. Los primeros planos sugerían una actividad volcánica reciente, pero de un tipo ciertamente extraño: lo que el calor interno activo de este cuerpo celeste arrojaba al exterior no era lava fundida, sino chorros de hielo medio derretido. Las evaluaciones preliminares indicaban que Tritón había tenido agua corriente en el pasado, incluso era bastante posible que hubiese tenido lagos hasta épocas relativamente recientes, en términos geológicos. Los astrónomos no disponían de una explicación inmediata para las «líneas rugosas dobles» que discurren en línea recta a lo largo de centenares de kilómetros y que, en uno o dos puntos, interseccionan en lo que parecen ser ángulos rectos, sugiriendo áreas rectangulares (Fig. 3).

Así, estos descubrimientos confirmaron plenamente mis predicciones: que Neptuno es azul verdoso; que está compuesto en gran parte de agua; y que tiene manchas cuya coloración parece «vegetación cenagosa». Pero este inquietante aspecto puede estar habiéndonos de algo más que de una cuestión de color si se toman en consideración todas las implicaciones de los descubrimientos de Tritón: que «las manchas oscuras con halos brillantes» les sugieren a los científicos de la NASA la existencia de «profundas lagunas de lodo orgánico». Bob Davis informó desde Pasadena a The Wall Street Journal que Tritón, cuya atmósfera contiene tanto nitrógeno como la de la Tierra, quizás lanzara al exterior a través de sus volcanes activos no sólo gases y hielo acuoso, sino también «material orgánico, compuestos basados en el carbono que, al parecer, cubren parte de Tritón». Esta gratificante y sobrecogedora corroboración de mis predicciones no fue el resultado de una simple adivinanza afortunada. Se remonta a 1976, cuando se publicó El 12° Planeta, mi primer libro de la serie de las «Crónicas de la Tierra».3 Basándome en las conclusiones a las que había llegado a través de los milenarios textos sumerios, yo me había hecho una pregunta retórica: «Si algún día exploramos Neptuno, ¿descubriremos que su insistente asociación con las aguas se debe a las ciénagas» que una vez se vieron allí?
Esto se publicó, y obviamente se escribió, un año antes de que el Voyager 2 fuera lanzado, y lo reafirmé en un artículo dos meses antes de su encuentro con Neptuno. ¿Cómo podía estar tan seguro, en vísperas del encuentro del Voyager con Neptuno, de que mis predicciones de 1976 iban a ser corroboradas? ¿Cómo tuve la osadía de exponerme al descrédito que hubiera supuesto que mis predicciones hubieran sido desmentidas a las pocas semanas de publicarse el artículo? Mi certeza se basaba en lo sucedido en enero de 1986, cuando el Voyager 2 pasó junto al planeta Urano.

Urano, aunque algo más cerca de nosotros (se encuentra a «sólo» tres mil millones de kilómetros), está lo suficientemente lejos de Saturno como para que no podamos verlo desde la Tierra a simple vista. Lo descubrió en 1781 Frederick Wilhelm Herschel, un músico aficionado a la astronomía amateur, después de que el telescopio fuera perfeccionado. En la época de su descubrimiento, al igual que en nuestros días, se ha catalogado a Urano como el primer planeta desconocido en la antigüedad que se ha descubierto en tiempos
modernos; pues, tal como se ha venido insistiendo, los pueblos de la antigüedad conocían y veneraban al Sol, la Luna y sólo cinco planetas (Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno), que creían que se movían alrededor de la Tierra en la «bóveda celeste», y que nada podía ser visto ni conocido más allá de Saturno.
Pero las evidencias reunidas por el Voyager 2 en Urano demostraron lo contrario: ¡que hubo un tiempo en que determinado pueblo de la antigüedad sabía de Urano, y de Neptuno, e incluso del aún más lejano Plutón!


Los científicos están analizando todavía las fotografías y los datos de Urano y de sus asombrosas lunas, buscando respuesta a sus interminables enigmas. ¿Por qué descansa Urano sobre un costado, como si hubiera sido golpeado por otro gran objeto celeste en una colisión? ¿Por qué sus vientos soplan en dirección retrógrada, al revés de lo que es lo normal en el Sistema Solar? ¿Por qué tiene la misma temperatura en el lado oculto al Sol que en el lado que da al Sol? ¿Yqué pudo conformar las inusuales formaciones y accidentes de la superficie de alguna de las lunas de Urano? Especialmente intrigante es una de sus lunas llamada Miranda, «uno de los objetos más enigmáticos del Sistema Solar», en palabras de los astrónomos de la NASA; allí, hay una meseta elevada y llana que viene delineada por unas escarpas de más de 150 kilómetros de largo que forman un ángulo recto (una formación que los astrónomos han apodado «el Galón»), y donde, a ambos lados de esta meseta, se observan formaciones elípticas que parecen pistas de carreras aradas en surcos concéntricos (Lámina A y Fig. 4).

Sin embargo, hay dos fenómenos que destacan como los descubrimientos más importantes relativos a Urano, fenómenos que lo distinguen de los demás planetas. Uno de ellos es su color. Con la ayuda de los telescopios basados en la Tierra y de las naves no tripuladas, nos habíamos familiarizado con el marrón grisáceo de Mercurio, con la neblina de colores sulfurosos que envuelve a Venus, con el rojizo Marte, o con los múltiples tonos de rojo, marrón y amarillo de Júpiter y Saturno. Pero cuando, en 1986, comenzaron a aparecer en las pantallas de los televisores las impresionantes imágenes de Urano, su rasgo más impactante fue su color verdoso azulado, un color totalmente diferente del de los demás planetas vistos anteriormente (véase Urano, página 18). El otro hallazgo inesperado que hacía diferente a Urano era el de su composición. Desafiando las suposiciones previas de los astrónomos, que sostenían que Urano era un planeta totalmente «gaseoso», al igual que los gigantes Júpiter y Saturno, el Voyager 2 descubrió que no estaba cubierto de gases, sino de agua, y no se trataba de una simple lámina de hielo congelado en su superficie, sino de un auténtico océano de agua. Se encontró una atmósfera gaseosa que envuelve al planeta, es cierto; pero bajo ella se agita una inmensa capa (¡de casi 10.000 kilómetros de grosor!) «de agua supercaliente, a una temperatura de 4.400 grados», según los analistas del JPL. Esta capa de agua caliente, líquida, envuelve a un núcleo de roca fundida en el cual los elementos radiactivos (u otros procesos desconocidos) generan el inmenso calor interno.

Cuando las imágenes de Urano se agrandaron en las pantallas de los televisores, gracias a la aproximación del Voyager 2 al planeta, el moderador del Laboratorio de Propulsión a Chorro llamó la atención sobre su extraño color verde azulado. No pude evitar decir a voz en grito: «¡Oh, Dios mío, es exactamente como lo describieron los sumerios!». Me precipité hacia mi despacho, agarré un ejemplar de El 12° Planeta y, con manos temblorosas, busqué la página 271 [en la edición española de Ediciones Obelisco]. Leí una y otra vez las líneas que citaban los textos antiguos. Sí, no había duda: aunque no tenían telescopios, los sumerios habían descrito a Urano como MASH.SIG, un término que yo había traducido como «verdoso brillante». Pocos días después, llegaron los resultados de los análisis de los datos del Voyager 2, y las referencias sumerias al agua en Urano también se vieron corroboradas. De hecho, parecía haber agua por todas partes. Tal como se informó en un apasionante programa de la serie de televisión NOVA («El planeta que se volcó sobre su costado»), «el Voyager 2 descubrió que todas las lunas de Urano están compuestas de roca y de hielo de agua ordinaria». Tal abundancia, o incluso la mera presencia, de agua en los supuestos planetas «gaseosos» y sus satélites en las fronteras del Sistema Solar era algo totalmente inesperado. Pero ahí estaban las evidencias, presentadas en El 12° Planeta, de que los antiguos sumerios, en sus textos milenarios, no sólo tenían conocimiento de la existencia de Urano, ¡sino que lo habían descrito con total precisión, como un planeta acuoso y verde azulado! ¿Qué podía significar todo esto? Significaba que en 1986 la ciencia moderna no había descubierto algo que era desconocido; más bien, había redescubierto antiguos conocimientos y se había puesto al día respecto a ellos. Y, por tanto, fue debido a la corroboración en 1986 de lo que yo había escrito en 1976, es decir, fue debido a la veracidad de los textos sumerios, que yo encontrara la confianza suficiente para predecir, en vísperas del encuentro del Voyager 2 con Neptuno, lo que se iba a descubrir allí.

El paso del Voyager 2 por Urano y Neptuno había confirmado, así pues, no sólo los conocimientos de la antigüedad referentes a estos dos planetas exteriores, sino también detalles cruciales relativos a ellos. El paso de 1989 por Neptuno proporcionó aún más corroboraciones de los textos antiguos. En ellos, se relacionaba a Neptuno antes de Urano, como sería de esperar de alguien que estuviera entrando en el Sistema Solar y viera, en primer lugar, a Plutón, luego a Neptuno y, después, a Urano. En estos textos o listas planetarias, a Urano se le llamaba Kakkab shanamma, «Planeta Que Es el Doble» de Neptuno. Y los datos del Voyager 2 vienen a dar apoyo a esta antigua idea. Urano es, ciertamente, parecido a Neptuno en tamaño, color y contenido de agua; ambos planetas están circundados por anillos y están orbitados por una multitud de satélites o lunas. Pero también se ha encontrado una similitud en lo referente a los campos magnéticos de los dos planetas: ambos tienen una inclinación inusualmente extrema en relación con los ejes de rotación de los demás planetas (58° en Urano, 50° en Neptuno). «Neptuno parece ser casi un gemelo magnético de Urano», dijo JohnNoble Wilford en The New York Times. Los dos planetas son también similares en la longitud de sus días: ambos de dieciséis o diecisiete horas de duración. Los feroces vientos de Neptuno y la capa de agua helada pastosa de su superficie atestiguan el gran calor interno que genera el planeta, al igual que Urano. De hecho, los informes del JPL dicen que las lecturas iniciales de temperatura indicaban que «las temperaturas de Neptuno son similares a las de Urano, que está más de 1.500 millones de kilómetros más cerca del Sol». De ahí que los científicos supusieran que Neptuno genera más calor interno del que genera Urano», compensando así su mayor distancia al Sol para conseguir las mismas temperaturas que genera Urano, y añadiendo así un detalle más «al tamaño y a otras características que hacen de Urano un gemelo cercano de Neptuno».

«Planeta que es el doble», decían los sumerios de Urano al compararlo con Neptuno. El «tamaño y otras características hacen de Urano un gemelo cercano de Neptuno», dijeron los científicos de la NASA. No sólo son similares las características descritas, sino también la terminología: «planeta que es el doble»-«un gemelo cercano de Neptuno». Pero una de estas declaraciones, la sumeria, se hizo hacia el 4000 a.C, y la otra, la de la NASA, en 1989 d.C, casi 6.000 años después.... En el caso de estos dos lejanos planetas, parece que la ciencia moderna no ha hecho más que ponerse al día con respecto a los conocimientos de la antigüedad. Parece increíble, pero los hechos hablan por sí mismos. Además, éste es sólo el primero de una serie de descubrimientos científicos que se han realizado en los últimos años, desde la publicación de El 12°Planeta, que vienen a corroborar de un modo u otro los hallazgos propuestos en esa obra.

Aquellos que han leído mis libros (La Escalera al Cielo, Las Guerras de los Dioses y los Hombres y Los Reinos Perdidos, que siguieron a El 12° Planeta), saben que se basan, en primer lugar y principalmente, en los conocimientos que nos dejaron los sumerios. Suya fue la primera civilización conocida. Apareció de repente, aparentemente de la nada, hace 6.000 años, y se le atribuyen la práctica totalidad de «primeros» descubrimientos de una alta civilización: invenciones e innovaciones, conceptos y creencias que conforman los fundamentos de nuestra propia cultura occidental y de todas las civilizaciones y culturas de la Tierra. La rueda y los vehículos de tracción animal; embarcaciones fluviales y barcos marinos; el horno, el ladrillo y elevados edificios; la escritura, las escuelas y los escribas; leyes, jueces y jurados; la realeza y los consejos ciudadanos; la música, la danza y el arte; la medicina y la química; el tejido y las telas; la religión, los sacerdocios y los templos; todo eso comenzó allí, en Sumer, una nación que se extendió por el sur de lo que hoy día conocemos como Iraq, en la antigua Mesopotamia. Pero, por encima de todo, también tuvo su inicio allí el conocimiento de las matemáticas y la astronomía.

De hecho, todos los elementos básicos de las astronomía moderna tienen un origen sumerio: el concepto de una esfera celestial, de un horizonte y un cénit, de la división del círculo en 360 grados, de la banda celeste en la cual los planetas orbitan al Sol, de la agrupación de estrellas en constelaciones y el dar nombres e imágenes a lo que llamamos el zodiaco, de la aplicación del número 12 a este zodiaco y de las divisiones del tiempo, y del diseño de un calendario que constituye la base de los calendarios hasta nuestros días. Todo eso y mucho, mucho más se originó en Sumer. Los súmenos llevaban registros de sus transacciones comerciales y legales, y plasmaron por escrito sus relatos y sus historias sobre tablillas de arcilla (Fig. 5a); hacían ilustraciones sobre sellos cilindricos, en los cuales la imagen se tallaba invertida, como un negativo fotográfico, para que apareciera en positivo cuando se hiciera rodar el sello sobre la arcilla húmeda (Fig. 5b). En las ruinas de las ciudades sumerias excavadas por los arqueólogos del último siglo y medio, centenares, si no miles, de los textos e ilustraciones encontrados tenían que ver con la astronomía. Entre ellos, hay listas de estrellas y constelaciones en sus ubicaciones celestes correctas, y manuales para observar la salida y el ocaso de estrellas y planetas. Hay textos que tratan concretamente del Sistema Solar. Hay textos entre las tablillas desenterradas que hacen una relación de los planetas que orbitan al Sol en su orden correcto; e incluso uno de estos textos da las distancias entre los planetas. Y hay ilustraciones sobre sellos cilindricos que representan el Sistema Solar, como el que aparece en la Lámina B, que tiene al menos 4.500 años de antigüedad y que se
conserva en la Sección de Oriente Próximo del Museo Estatal de Berlín Oriental, catalogado con el número VA/243.

Si hacemos un dibujo de la ilustración que aparece en la esquina superior izquierda de la representación sumeria (Fig. 6a), veremos un Sistema Solar completo en cuyo centro se halla el Sol (¡no la Tierra!), orbitado por todos los planetas que conocemos en la actualidad. Pero esto aún queda más claro cuando dibujamos los planetas conocidos alrededor del Sol en sus tamaños relativos y en su orden correcto . La similitud entre esta representación de la antigüedad y la actual es sorprendente; y no ofrece dudas acerca de los gemelos Urano-
Neptuno en la antigüedad. Sin embargo, esta representación sumeria también muestra algunas diferencias. Y no es que el artista se equivocara o estuviera mal informado; al contrario, las diferencias (dos de ellas) son muy significativas.

La primera diferencia tiene que ver con Plutón. Plutón tiene una órbita muy extraña, demasiado inclinada sobre el plano común (llamado la Eclíptica) en el cual orbitan al Sol los demás planetas; y, además, tiene una órbita tan elíptica que hay ocasiones en que Plutón (como en el presente y hasta 1999)5 no se encuentra más lejos, sino más cerca del Sol que Neptuno. De ahí que los astrónomos hayan especulado, ya desde su descubrimiento en 1930, sobre la posibilidad de que Plutón fuera en sus orígenes un satélite de otro planeta; la suposición habitual es la de que fue una luna de Neptuno que «por algún motivo» (a nadie se le ocurre cuál) se soltó de Neptuno y obtuvo una órbita independiente, aunque singular, alrededor del Sol. Y esto se ve confirmado en la antigua representación, pero con una diferencia significativa. En la representación sumeria, a Plutón no se le muestra junto a Neptuno, sino entre Saturno y Urano. Y los textos cosmológicos sumerios, de los cuales trataremos en profundidad, dicen que Plutón fue un satélite de Saturno que se soltó para, poco a poco, alcanzar su propio «destino», su órbita independiente alrededor del Sol.

La explicación de la antigüedad referente al origen de Plutón no sólo revela unos conocimientos basados en hechos reales, sino que también muestra una elevada sofisticación en materias celestes. Supone una elevada comprensión de las fuerzas complejas que dieron su forma al Sistema Solar, así como el desarrollo de unas teorías astrofísicas por las cuales una luna se pudiera convertir en un planeta o un planeta pudiera terminar siendo una luna. Según la cosmogonía sumeria, a Plutón le ocurrió esto; y nuestra Luna, que estaba en proceso de convertirse en un planeta independiente, terminó como satélite nuestro a causa de determinados acontecimientos celestes. 5. (N. del T.)\ No hay que olvidar que el libro fue escrito con anterioridad a
octubre de 1990.

Pero los astrónomos modernos dejaron la especulación para pasar a la convicción de que tales procesos tuvieron lugar en nuestro Sistema Solar después de que las observaciones de las naves espaciales Pioneer y Voyager determinaran en la última década que Titán, la luna más grande de Saturno, fue un planeta que no llegó a culminar su despegue del gigante anillado. Y los descubrimientos en Neptuno reforzaron la especulación opuesta en lo referente a Tritón, la luna de Neptuno, que es sólo 650 kilómetros más pequeña en diámetro que nuestra Luna. Su peculiar órbita, su vulcanismo y otros detalles particulares han sugerido a los científicos del JPL lo que el científico jefe del proyecto «Voyager», Edward Stone, expresó del siguiente modo: «Tritón pudo ser un objeto que estuvo navegando por el Sistema Solar durante varios miles de millones de años, hasta que se acercó demasiado a Neptuno, cayó bajo su campo gravitatorio y comenzó a
orbitar al planeta».

¿Acaso está muy lejos esta hipótesis de la idea sumeria de que las lunas planetarias se podían convertir en planetas, que podían cambiar posiciones celestes o que no llegaran a alcanzar una órbita independiente? Ciertamente, a medida que vayamos exponiendo la cosmogonía sumeria, irá quedando claro que muchos de los descubrimientos modernos no sólo son meros redescubrimientos de conocimientos de la antigüedad, sino que, además, estos conocimientos antiguos siguen ofreciendo explicaciones para muchos fenómenos que
la ciencia moderna ni siquiera ha llegado a entender. Pero antes de todo esto, antes de que se presente el resto de las evidencias que sustentan esta afirmación, es inevitable que se plantee una pregunta: ¿cómo pudieron saber todo eso los sumerios hace tanto tiempo, en los albores de la civilización? La respuesta se halla en la segunda diferencia que existe entre la representación sumeria del Sistema Solar (Fig. 6a) y lo que sabemos actualmente de éste (Fig. 6b). Y es la inclusión de un gran planeta en el espacio vacío entre Marte y Júpiter. Nosotros no tenemos constancia de que haya ningún planeta en ese lugar, pero los textos cosmológicos, astronómicos e históricos de los sumerios insisten en que existe un planeta más en nuestro Sistema Solar, su duodécimo miembro: el Sol, la Luna (que contaba como un cuerpo celeste por derecho propio, por razones expuestas en los textos) y diez, no nueve, planetas.

El descubrimiento de este planeta en los textos sumerios, donde recibe el nombre de NIBIRU («Planeta del Cruce»), un planeta que ni es Marte ni Júpiter, como algunos expertos han debatido, sino otro planeta que
pasa entre ellos cada 3.600 años, es lo que dio título a mi primer libro, El 12° Planeta, ese «duodécimo miembro» del Sistema Solar (aunque técnicamente, como planeta, sea el décimo). Los textos sumerios repiten insistentemente que fue desde ese planeta de donde los ANUNNAKI vinieron a la Tierra. Este término significa literalmente «Los Que del Cielo a la Tierra Vinieron». En la Biblia, se habla de ellos como de los Anakim, y en el capítulo 6 del Génesis se les llama también Nefilim, que en hebreo significa lo mismo: Los Que Han Bajado de los Cielos a la Tierra. Y, como anticipándose a nuestras preguntas, los sumerios nos dicen que fue de los Anunnaki de los que aprendieron todo lo que sabían. Así, los avanzados conocimientos que encontramos en los textos sumerios son, en efecto, conocimientos de los que estaban en posesión los Anunnaki que vinieron desde Nibiru; y la suya debió ser una civilización muy avanzada, puesto que, según mis conjeturas sobre los textos sumerios, los Anunnaki llegaron a la Tierra hace unos 445.000 años. Ya entonces podían viajar por el espacio. La enorme órbita elíptica de su planeta hizo un lazo (ésta es la traducción exacta del término sumerio) en torno a los planetas exteriores, convirtiéndolo en un observatorio móvil desde el cual los Anunnaki podían investigar todos esos planetas. No es de extrañar pues que lo que estamos conociendo ahora ya fuera conocido en tiempos de los sumerios.

Pero, ¿por qué alguien se iba a molestar en venir a esta motita de materia a la que llamamos Tierra, no por accidente, no por casualidad, no una vez, sino una y otra vez cada 3.600 años? Ésa es una pregunta a la cual dan respuesta los textos sumerios. En su planeta, Nibiru, los Anunnaki/Nefilim se tuvieron que enfrentar a una situación que nosotros, en la Tierra, puede que tengamos que afrontar en breve: el deterioro ecológico estaba haciendo cada vez más difícil la vida en el planeta. Era necesario proteger su cada vez más débil atmósfera, y la única solución parecía ser la de suspender partículas de oro en sus capas más altas, a modo de escudo. (Las ventanillas de las naves espaciales norteamericanas, por ejemplo, están cubiertas con una fina capa de oro para proteger a los astronautas de las radiaciones.) Los Anunnaki descubrieron este raro metal en lo que ellos llamaban el Séptimo Planeta (contando desde fuera hacia dentro), y lanzaron la Misión Tierra con el fin de obtenerlo. Al principio, intentaron conseguirlo sin esfuerzo en las aguas del Golfo Pérsico; pero esta idea fracasó y, entonces, se embarcaron en unas durísimas operaciones de minería en el sudeste de África.

Hace unos 300.000 años, los Anunnaki asignados a las minas de África se amotinaron. Fue entonces cuando el científico jefe y la oficial médico jefe de los Anunnaki utilizaron la manipulación genética y las técnicas de fertilización in-vitro para crear «trabajadores primitivos», los primeros Homo sapiens, con el fin de que se encargaran del extenuante trabajo de las minas de oro. En El 12° Planeta, se trata extensamente de los textos sumerios donde se nos cuentan todos estos acontecimientos y de su versión condensada en el Libro del Génesis. Pero los aspectos científicos de estos avances y de las técnicas que emplearon los Anunnaki constituyen el tema de este libro. Tal como se mostrará, la ciencia moderna está dejando un asombroso reguero de avances científicos, pero el camino hacia el futuro está repleto de indicadores, de conocimientos y de avances del pasado. Los Anunnaki estaban ahí desde mucho antes y, cuando las relaciones entre ellos y los seres que habían creado cambiaron, cuando decidieron darle la civilización a la humanidad, nos impartieron algunos de sus conocimientos y la capacidad para realizar nuestros propios avances científicos. Entre los avances científicos de los que hablaremos en los siguientes capítulos, se hallarán las cada vez mayores evidencias sobre la existencia de Nibiru. Si no fuera por El 12° Planeta, el descubrimiento de Nibiru sería un gran acontecimiento astronómico, pero no más importante en nuestra vida cotidiana que, pongamos, el descubrimiento de Plutón en 1930. Fue agradable saber que el Sistema Solar tenía un planeta más «ahí afuera», y sería igualmente gratificante confirmar que la cuenta planetaria no es de nueve, sino de diez planetas; esto sería especialmente confortante para los astrólogos, que necesitan doce cuerpos celestes, y no sólo once, para sus doce casas del zodiaco.

Pero tras la publicación de El 12° Planeta y de las evidencias que se plantean en él (que no han sido refutadas desde su primera edición, en 1976), y con las evidencias aportadas desde entonces por los avances científicos, el descubrimiento de Nibiru ya no puede ser una cuestión que tenga que ver sólo con los libros de texto de astronomía. Si lo que yo escribí en ese libro es así, es decir, si los sumerios estaban en lo cierto en lo que dejaron registrado, el descubrimiento de Nibiru no sólo iba a significar que hay un planeta más «ahí afuera», sino que hay vida «ahí afuera». Además, confirmaría que hay seres inteligentes ahí afuera, personas tan avanzadas que, hace casi medio millón de años, podían viajar por el espacio; personas que iban y venían entre su planeta y la Tierra cada 3.600 años.

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