viernes, 31 de diciembre de 2010

El Cristianismo un Mito más

Último día del año fiscal, 31 de Diciembre, cuando la mayoría de nosotros los occidentales nos disponemos de una u otra manera a hacer una especie de reflexión sobre lo que hicimos en el año que culmina y lo que debemos hacer en el año que se aproxima. Normalmente esta reflexión la haciamos en un ambiente de celebraciones y alegrías en familia y hasta reunidos con amigos. Reconozco que los tiempos o las circunstancias de esas celebraciones de fin de año han cambiado; lo que no sé por cierto si es para bien o para mal. Si tuviera irremediablemente que decidir entre una de las dos respuestas, contestaria que para bien.

Sólo podemos saber que algo es bueno para nosotros, cuando conocemos su antítesis, es decir lo contrario, lo que para nosotros no es agradable o conveniente, es decir lo malo. Así que desde esta óptica el ser humano se enfrentará siempre a situaciones buenas y malas: por supuesto que lo bueno y lo malo es relativo a cada quien. Ahora bien, soy de la filosofía de pensar que todo lo malo ya pasó y que ahora obtendremos el equilibrio con todo lo bueno por venir. Para mi algo bueno es haberme liberado de dogmas, falsas doctrinas, falsos dioses y miedos sembrados al ser humano por una sociedad esclava de si misma.

Haberme liberado de todas esas cadenas me ha permitido disfrutar más de la vida, de la naturaleza, de las pequeñas pero significantes señales de la creación que recrean mis ojos día tras día. Deseo que así suceda con la humanidad, que puedan vivir la vida a plenitud, que se desenvuelvan por el mundo físico y espiritual como si fuesen los reyes de la creación. A todo eso tenemos derecho. La creación, el creador, o Dios como así queremos o deseamos conocerlo, seguro que así lo desea, porque así desea cualquier padre que sus hijos disfruten de plena libertad para desempeñarse en este rato que pasamos por la tierra.

Olvidense de pecados originales, de restricciones, de limitaciones, de dependencias, de castigos y de todas esas necedades. Estoy seguro que si aplicamos una sòla regla de vida será suficiente para convivir en paz y ser felices en este hermoso planeta: No hagas a otro lo que no quieres te hagan a tí.

Al respecto, de como liberarnos de las cadenas, escogí el día de hoy presentarles una entrevista realizada a Salvador Freixedo y la publicación de la conclusión de su libro El Cristianismo un Mito Más, como la opinion de un hombre que por sus experiencias personales y la profundidad de sus investigaciones y estudios académicos lo convierten en una persona con autoridad moral para dirigirse a los seres humanos de la forma en la cual lo hace. Freixedo, escribió también el libro que les presenté en la entrega anterior, Defendamonos de los Dioses.

Disfruten de la lectura, y reciban de mi parte un deseo profundo para que mañana, en el amanecer de ese día que inicia el nuevo año occidental, despertemos libre de todas las cadenas.

Feliz año nuevo


Entrevista a Salvador Freixedo: El Jesuita rebelde.

Por Manuel Carballal el Viernes 25 de Enero de 2008 a las 20:39

El próximo 23 de abril, Salvador Freixedo cumplirá 80 años. Nacido en la población orensana de Carballo, a los 5 años su familia se instala en la capital de la provincia donde comienza sus estudios, siempre rodeado de un ambiente religioso. Párvulos, en la Monjas de San Vicente Paúl y Bachillerato en el Instituto Otero Pedrayo .

A los 16 años ingresa en la orden jesuita. Estudia Humanidades en la Universidad de Salamanca, Filosofía en la Universidad de Comillas, Teología en San Francisco, Ascética en Canadá y Psicología en las universidades de Los Ángeles y Nueva York. En 1953 se ordena sacerdote en Santander y entonces comienza su trayectoria evangélica, ejerciendo el ministerio en diferentes países, lo que ha llevado a Salvador Freixedo a vivir en 12 naciones distintas.

En Cuba descubrió el cristianismo de clases, al concienciarse de que la orden jesuita tan sólo aceptaba alumnos de la elite social, mientras el pueblo llano sufría mil privaciones. Esto le llevó a escribir su primer libro 40 casos de Justicia Social. Examen de conciencia para cristianos distraídos. A causa de ese libro el dictador Fulgencio Batista invitó a Freixedo a salir del país.

De Cuba viaja a Puerto Rico, donde funda la casa de la Juventud Obrera Católica, que construye con sus propias manos. Allí escribe su libro más polémico: Mi Iglesia duerme, que desata el escándalo. Mientras en España los censores de Manuel Fraga, entonces Ministro de Información y Turismo, prohíben el libro. En Norteamérica y Sudamérica se desata una gran controversia.

El libro se convirtió en best-seller en muchos países, catapultando a Salvador Freixedo a las primeras páginas de todos los periódicos, y haciendo que llegase a editarse un LP y un single donde aparecía el sacerdote leyendo párrafos de su libro.

Tras el imparable escándalo de este libro, Salvador Freixedo decide dejar la orden de los Jesuitas y su vida como sacerdote, para concentrarse en la investigación de los milagros, los ovnis y los fenómenos paranormales.

Encuentro con un pensador del misterio.

Manuel Carballal . - Salvador a veces te acusan de ser poco preciso con los datos, las fechas? ¿Significa eso que tus teorías tienen poco fundamento?

Salvador Freixedo. - Yo, si no esta Magdalena (Se refiere a Magdalena del Amo, su esposa), me pierdo un poco. No me acuerdo de los nombres y fechas y siempre le pregunto como se llamaba el contactado tal o el investigador cual, y ella me lo recuerda, pero lo que yo he visto con estos ojos, y he experimentado durante todos estos años, esta ahí, y no puede cambiarlo nadie, aunque no me acuerde de una fecha de un caso.

MC. - Ahora, en esta época de tu vida, sé que estas prestando mucha atención a los círculos de las cosechas ¿es el misterio de moda?

SF. - Si, ahora están de moda. Se dice que es un fenómeno nuevo. Mentira. Es como los OVNIS, que dicen que empezaron en el 47. Falso. Han existido siempre, y con los círculos pasa igual. Ahora están apareciendo círculos en los sembrados, pero también en la nieve, en la arena, en las playas, etc. Explotó hace unos años, en Inglaterra, pero ya hace siglos que aparecían los círculos de las hadas, o círculos que se achacaban a los aquelarres. Siempre han existido. Ahora están en Alemania, en Suecia, hasta en Puerto Rico los he visto yo, aunque no tan complejos como los de Inglaterra.

MC. - ¿No te consideras un poco pesimista, al trasmitir con tu obra una poco esperanzadora visión sobre el libre albedrío del hombre? ¿Nos consideras tan manipulados por los dioses de los que hablas?

SF. - La humanidad, como rebaño, va a donde la lleven. En la horrenda historia humana sólo hay guerras, guerras y más guerras, causadas por lo dioses. Guerras estúpidas por culpa de las religiones, las fronteras, los idiomas, las razas. Ahora bien, cada individuo puede hacerse castillo, y mandar a hacer cósmicas puñetas a los dioses.

MC. - ¿Y tú como lo haces?

SF. - Pues yo, a mis ochenta años, que cumplo el 23 de abril, intento llevar una vida tranquila. Portarme decentemente con mis semejantes. Leyendo e informándome todo lo que puedo, y sin hacer el mal a nadie. Y sobre todo no me dejo "comer el coco" por nadie, ni de aquí ni del más allá. Yo siempre le digo a los contactados, que no entreguen su mente ni a Dios. Si se le aparece un ser y le dice que es Dios, que lo mande a hacer puñetas.

MC. - A pesar de que vivimos en la era de la informática, de Internet, a pesar de que tenemos miles de satélites en el espacio, e incluso alguna nave acercándose a los límites del sistema solar ¿tu continúas opinando que quedan muchos misterios para la ciencia?

SF. - Muchos. Apenas sabemos nada. Mira, uno de mis pasatiempos favoritos, y muy íntimo, en verano porque en invierno no puede ser, es tumbarme en la hierba por la noche, y mirar al cielo. Cuando los perros me dejan, porque enseguida, al verme así, vienen a lamerme y tengo que apartarlos. Pues me echo mirando al cielo, y me imagino que esa bóveda celeste, inmensa, es artificial y que alguien la ha hecho, como esas enormes pistas de hielo cubiertas que he visto en EE.UU..

Y si ya me maravillo con algunas obras arquitectónicas de la tierra, pues imagina como me siento viendo eso. Y entonces viendo esos miles de estrellas y constelaciones, empiezo a dudar de que todo esto sea real. A veces pienso que vivimos en una especie de holograma proyectado por alguien, y que nosotros mismos somos un holograma. El cosmos en un misterio lleno de misterios.


MC. - Ahora que vivimos los conflictos entre católicos y protestantes en Irlanda, el conflicto entre palestinos y judíos en Israel, la crisis entre cristianos y musulmanes tras el 11-S. ¿Las religiones siguen siendo la principal causa de muerte en el mundo?

SF. - Las religiones han sido la mejor estrategia de los dioses para dividirnos. Pero yo creo que allá arriba pasa como aquí abajo. Unos quieren que nos peleemos y otros quieren que nos amemos, porque yo creo que los mismos dioses están enfrentados entre ellos. Y dice un proverbio que cuando dos elefantes se pelean, mueren muchas hormigas. Yo recibo todos los libros de OVNIS que se publican en EE.UU., y ahora los más interesantes son los que hablan de la "guerra en los cielos". Muchos ufólogos americanos hablan de casos en que se han visto enfrentamientos de OVNIS, como si allá arriba hubiese una guerra, igual que las que nosotros tenemos aquí por culpa de esos mismos dioses que se inventaron las religiones.

MC. - Hablando de Dios y los dioses. ¿Cómo fue la evolución de tu forma de entender los milagros, desde el Freixedo sacerdote al Freixedo investigador de lo paranormal?

SF. - Milagro es como la iglesia llama a los fenómenos paranormales. Ellos creen que es el dedo de Dios el que está detrás de las leyes naturales, rompiéndolas con el milagro, porque es el que las hizo. Pero a eso la parapsicología les llama hechos paranormales, y no hay que acudir a Dios. Aunque algunas veces hay que acudir a los dioses, porque hacen cosas que ya están más allá de la mente humana. Para mi los milagros han sido siempre un tema interesantísimo, porque son una ventana a algo que está detrás. Sobretodo cuando ves que no solo hay milagros en el cristianismo, como yo creía antes, sino que están en todas las religiones.


MC. - ¿Pero hay milagros exclusivos de una religión, o son todos universales?

SF. - Están en todos lados, lo que pasa es que la gente no sabe. Los cristianos tenemos los estigmas, por ejemplo, pero yo cuando leí que había místicos musulmanes, que tenían los estigmas de Mahoma, ya empecé a sospechar. Tu acuérdate por ejemplo de aquella celebre batalla que a los cristianos se les aparecía Santiago en su caballo blanco, y leña contra los moros, y al mismo tiempo se les aparece Mahoma a los musulmanes, y leña contra los cristianos, y así, todos a matarse. Para eso les valió el milagro a aquellos pobres demonios manipulados por sus dioses.

MC. - En una de las cosas en que coinciden todas las religiones es en que esta vida no es el fin, y tras la muerte existe algo más. ¿Tú crees en el más allá? Y si es así ¿Cómo te lo imaginas?

SF. - Este es mi tema clave ahora, aunque de esto no puedo hablar delante de mi mujer porque se preocupa. Tengo ya 80 años, sé que ya estoy cerca de cambiar de piso, y a estas alturas ya en cualquier momento te vas para el otro lado. Y todavía hay gente que está atontada con Gran Hermano, y con el fútbol. A mi eso ya no me interesa, estoy interesado en lo que hay después. Porque creo que hay mucha gente que muere, y está tan desubicada que no sabe donde está. Y otros tienen que volver, tienen que reencarnar por imbéciles, porque han desperdiciado la vida con tonterías.

Ahora colecciono libros sobre el más allá, y hay algunos interesantísimos. Creo firmemente en un más allá, aunque creo que no es igual para todos. Porque sino nada de esto tendría sentido. Pero no se como es, ni yo ni nadie, y el que diga que lo sabe esta diciendo tonterías. No tenemos ni idea. Creo que para ese tránsito hay que prepararse. Hay que tener la mente enfocada a eso para que cuando llegue el momento sepas donde estás y no te quedes atrás.


MC. - Hablando del más allá, ¿Por qué no existen ahora grandes médium de efectos físicos como existían a principios del siglo pasado? ¿Por qué no hay una Eusapia Paladino, un Daniel Douglas Homme, una Florence Cook?

SF. - Sí los hay. Yo he visto en Brasil cosas increíbles. He visto aparecer fantasmas, a médiums hacer operaciones psíquicas espectaculares. Sí hay médiums, no tantos como antes, pero los hay. Como Pachita, por ejemplo.

Cuando yo llegaba a su casa me saludaba, que tal padrecito, y se ponía una especie de casulla y unas estolas, y empezaba a pasar gente. Ella decía, ya esta aquí el hermanito. El hermanito era Cuautemoc, el último emperador azteca, y era el que ella decía que le poseía.

Decía, ya esta aquí, y entonces cerraba los ojos y empezaba a dar cuchilladas arriba y abajo, y operaba siempre con los ojos cerrados. Era una cosa increíble. Yo mismo he metido el cuchillo en un enfermo con ella. Yo he operado. Como no voy a decir que hay grandes médiums aún.


MC. - Pero también hay un lado oscuro en estos temas ¿no?

SF. - Claro. He visto aparecer un fantasma, con un senador, no me acuerdo del nombre, que cada vez que aparecía lo hacía con un estruendo terrible. Veía que aquel hombre casi se moría del miedo. Y he visto suicidios, o contactados que han acabado locos.

No, no le recomiendo a nadie que se meta en estos asuntos si no está muy equilibrado y tiene la cabeza muy bien amueblada.


MC. - ¿Y las apariciones marianas?

SF. - Otro juego de los dioses. Mira me acuerdo un día que estaba con la inefable Pitita Ridruejo en el Escorial, con Amparo, la vidente. Y resulta que llevaron a dos budistas, de estos con el manto naranja, para que vieran el milagro de la virgen.

Estábamos allí cuando apareció la Virgen con el perfume a rosas y todo eso. Y cuando acabó todo se fueron hacia aquellos dos monjes budistas, pensando que los habían convertido ya al ver todos el milagro de la aparición y ellos muy tranquilos dijeron, no, son Devas manifestándose.

Porque en su religión tienen a los Devas y los Ashuras, como nosotros tenemos a los ángeles, los musulmanes a los Jinas y todo eso. Todo es lo mismo.

Yo nací en una familia religiosa. Mi hermano era jesuita, mi hermana era monja, un hermano de mi padre fue cura, mi padre casi llego a ordenarse, mi madre tenía dos hermanas monjas, y ella era más monja que sus hermanas, mi primo Darío era jesuita. Con una familia así, nací ya destinado.

A los 16 años entré en los jesuitas, y en los dos años de noviciado me dieron ese lavado mental bárbaro que te dan. Aún hay días que sueño con sotanas, todavía. Treinta días de ejercicios espirituales, sin hablar con nadie, rezando y rezando. Una cosa tremenda.

Y en 1947, cuando llegue al puerto de Nueva York dije, esto es otro mundo. Y después en La Habana, cuando empecé a trabajar con la gente, empecé a pensar por mi mismo, y a deducir que las cosas no eran como me habían enseñado en el seminario. Pero yo se lo debo todo a los OVNIS, porque gracias a ellos empecé a usar mi mente y a ser libre para escoger lo que quería creer, cosa que no había podido hacer antes. Y el día que llegué a la conclusión de que el fenómeno OVNI era real, ese día se me cayó el mundo encima y empecé a replanteármelo todo. ¿Estos seres creen en Jesucristo? ¿Están o no redimidos? ¿Tienen un infierno? Y con esas preguntas internas fui evolucionando.


MC. - ¿Realmente es posible la autocrítica espiritual?

SF. - Mi primer libro fue 40 casos de injusticia social , pero en ese libro yo aun defendía la doctrina social de la Iglesia de León XIII, y con ese libro me echó Batista de Cuba, y me mandaron para Puerto Rico. Ahí es donde escribí Mi Iglesia Duerme, y ahí es donde se armó el escándalo y me dijeron mejor que te marches, porque esto ya no esta bien.

Y me fui. Entonces escribí El cristianismo un mito más, que fue como reafirmarme en mi crítica a la Iglesia, y después ya empecé a escribir sobre OVNIS y parapsicología. Hasta hoy.


MC. - ¿Tu crees que igual que el cristianismo no hace justicia, me refiero a justicia social, a Jesús de Nazaret, no puede ocurrir lo mismo con los otros fundadores de religiones?

SF. - Igual. Mira, cuando se murió Mahoma se dividieron en chiítas y sunitas, que no se pueden ver. Se murió Buda y se partieron en la doctrina mahayana e hinayan. Se murió el fundador, y en todas las religiones empiezan las peleas por el poder, y se pierde el mensaje de su creador.

MC. - ¿Cómo haces para tener las ideas tan claras y tanta lucidez, leyendo tantos libros al día, dando conferencias, participando en congresos, programas de radio y televisión? ¿No sufres ningún tipo de desgaste mental?

SF. - Yo, para ejercitar la memoria que a mi edad ya empieza a fallar un poco, me aprendo de memoria poesías. O voy traduciendo al inglés mentalmente, cuando alguien está hablando. Porque la mente hay que ejercitarla como el cuerpo. Y no pienso entregársela a los dioses, sin plantarles batalla?


Algunos libros de Salvador Freixedo

- La religión: Entre la parapsicología y los ovnis. Orion, 1978.
- Extraterrestres y religión. Daimon, 1980.
- Parapsicología y religión. Daimon, 1980.
- Visionarios, místicos y contactados extraterrestres. Daimon, 1981.
- Porqué agoniza el cristianismo. Quintá, 1984.
- Defendámonos de los dioses. Algar, 1984.
- Israel pueblo contacto. Quintá, 1985.
- Las apariciones de El Escorial. Quintá, 1985.
- El cristianismo, un mito más. Quintá, 1986.
- Los curanderos. Universidad y cultura, 1987.
- La granja humana. Plaza y Janés, 1988.
- La amenaza extraterrestre. Bitácora, 1989.
- Videntes, visionarios y vividores. Bell Book, 1998.
- Un gallego llamado Cristóbal Colon. Casa del Capitán, 2002.


Conclusión del Libro ¨El Cristianismo un Mito Más¨
Lector: Si has tenido la paciencia y el valor de seguirme hasta aquí, te ruego que hagas un último esfuerzo, porque en estas páginas finales pretendo sacar las conclusiones de todo lo que llevamos dicho y pretendo hondar un poco más en las raíces de mí fe y de mi vida. Según la teología católica, a pesar de mis rebeldías y pesar de mi falta de fe en muchas de las cosas que esa misma teología tiene por fundamentales, soy sacerdote porque he recibido debidamente el sacramento del orden. Tengo plena conciencia de lo que voy a escribir y lo hago sabiendo que con ello puedo influir hondamente en tu manera de pensar. Por eso, si te sientes tranquilo con tus ideas religiosas y no tienes mayores inquietudes por profundizar en tu fe, mi consejo es que suspendas la lectura.


Bastante has hecho con llegar hasta aquí y ojalá que lo que hasta ahora has leído no llegue a perturbar tu paz. Pero si no le tienes miedo a las ideas harás muy bien en acompañarme en esta fascinante aventura hacia el más allá, en que la mente, con audacia y con esperanza, se asoma por encima de los bordes de esta vida diaria, que en los instantes históricos que nos ha tocado vivir, se ha hecho rutinariamente trepidante y neurótica. La mente del que piensa —en vez de intoxicarse diariamente con una abundante ración de televisión o de neurastenia política— se proyecta siempre más allá. Tengo cuando, esto escribo, 63 años de edad; hace 33 años que fui ordenado sacerdote, y he cruzado el Atlántico 69 veces. Tanto camino recorrido, me da derecho para enjuiciar con algún peso esta cosa misteriosa que llamamos vida, y este fenómeno psico-social que se llama religión.


Mirando hoy retrospectivamente mi vida, me asombro de cómo pude haber estado tantos años—30 exactamente— en el seno de una Orden religiosa, admitiendo creencias que hoy me parecen totalmente increíbles, y practicando cosas que hoy me parecen absurdas. Y me pregunto ¿cómo es posible que estuviese tanto tiempo ciego?; ¿cómo es posible que mi mente estuviese tan drogada y que tragase tanto sin masticar? La contestación, de la que ya he hablado en otros lugares, está esbozada en las mismas preguntas: estaba endrogado y tragaba sin masticar. La educación primera que uno recibe (ideas, gustos, lenguaje, costumbres), buena o mala, se convierte en una droga que nos acompaña por toda la vida. Nos hacemos «adictos» a la tradición.


A los esquimales les gusta la carne cruda de foca, los uruatis amazónicos devoran unos enormes y repugnantes gusanos negros y ciertos pueblos orientales se regodean con una salsa de pescado podrido. Se lo dieron a comer cuando aún no tenían uso de razón y veían cómo sus padres se relamían de gusto. Y se hicieron adictos. Por eso lector, si tienes hijos pequeños, no cometas el error, por seguir la tradición y por no buscarte problemas, de dejar que te los intoxique la sociedad con ciertos «usos» mentales o materiales, que ya están en franca decadencia y que luego les va a costar mucho trabajo liberarse de ellos. A mí me ha costado casi veinte años el sacudirme de la mente ciertos miedos y complejos que me tenían aprisionado.

Lejos de mí el maldecir a los que me infiltraron en el alma tales creencias o costumbres. Ellos eran, a su vez, víctimas de lo mismo. Pero se fueron al otro mundo en épocas en que todavía se podía convivir con ellas, y por eso no sintieron el dolor mordiente de la duda, ni tuvieron que tomar drásticas resoluciones en sus vidas. En el más allá, en el que creo firmemente, verían nada más llegar, que todas sus ideas de aquello eran puras niñerías. Nosotros en ese particular, hemos evolucionado, y por eso comenzamos por afirmar que del más allá, apenas si sabemos que existe.

Ellos creían a pies juntillas lo que la Iglesia ha dicho siempre; y la Iglesia ha dicho y sigue diciendo muchas tonterías con relación al más allá. Y vuelvo a mi pregunta anterior: ¿cómo es posible que haya podido estar tantos años creyendo cosas que hoy considero totalmente increíbles? Fue posible porque la religión no se piensa, la religión se siente. Eso dicen los fanáticos. Y desgraciadamente es verdad. Y por eso hay tantos fanáticos. En la historia de las religiones nos encontramos con mucha frecuencia con que los que pensaban con su cabeza eran sacados del medio violentamente. Pensar con la propia cabeza es un deporte peligroso en el seno de las religiones.

Por eso nos decían en el catecismo que «doctores tiene la Santa Iglesia que lo sabrán responder». A lo largo de este libro hemos visto, en varias ocasiones, a hombres que iban a la hoguera invocando a Jesucristo, y los que encendían la hoguera eran precisamente los representantes oficiales de Jesucristo. Pero sus ideas religiosas eran algo diferentes y el choque de ambos fanatismos convertía en cenizas a uno de los discrepantes. ¡Qué funesto ha resultado a lo largo de los siglos el lema de los doctrinarios de todas las religiones!: «¡Cree! ¡No pienses!». A base de no pensar, hemos llegado a creer monstruosidades. Y lo malo es que muchos hombres y mujeres, a fuerza de no pensar, las siguen creyendo y se las siguen queriendo imponer a sus hijos.

¿Cómo es posible que yo haya estado tantos años comulgando con ruedas de molino? Otra de las causas que contribuyó a ello, fue lo que yo llamo «el miedo sacro». La Iglesia y sus doctrinarios, con el inconsciente deseo de manipular y subyugar las conciencias, nos han llenado el alma de miedos. Y el miedo, no sólo no nos deja pensar, sino que nos impide rebelarnos cuando, por una razón u otra, descubrimos el error de nuestras creencias. El «más allá» del cristianismo —y los protestantes en esto son aún peor que los católicos— es aterrador. El infierno cristiano, que es sólo fruto de mentes enfermizas, pende como una espada amenazadora encima de nuestras cabezas y nos impide tomar decisiones trascendentales.

Si el miedo, según algunos, es lo que llevó al hombre a la religión, el miedo es lo que le impide zafarse de las garras de la religión. Creemos por miedo, y no dejamos de creer también por miedo. El miedo instintivo es una defensa natural en el niño, que lo libra de muchos peligros. Pero el miedo instintivo en un adulto es una vergüenza. Es una señal de que no ha evolucionado. Mi rebelión contra muchas de las creencias del cristianismo no fue repentina. Sucedió en mí lentamente lo que yo pretendo hacer de una manera rápida con este libro. En él le presento al lector una vista panorámica de la dogmática del cristianismo, y otra de su historia, y trato de hacer que contraste ambas visiones.

De un lado lo que la Iglesia dice y predica, y de otro lo que han sido en la realidad todas estas teorías; y de una manera particular me he fijado en cómo las han llevado a la práctica los que se supone que deberían haber sido ejemplo para todos los cristianos. Además he contrastado las creencias cristianas con las de otras religiones más antiguas para que el lector sacase sus consecuencias. Yo no tuve tanta suerte. A mí no me dieron visiones totales de la historia de la Iglesia, sino que únicamente me presentaban, ya prejuiciados, los aspectos positivos de ella; y cuando necesariamente aparecía alguno negativo, ya venía con la solución y la explicación aparejada. Es cierto que cuando estudié la dogmática cristiana, debí haber tenido un espíritu más crítico y haber descubierto mucho antes toda la vaciedad de tantas doctrinas sin sentido. Pero, como ya he dicho, mi sentimiento estaba endrogado: era mi Iglesia y era la religión de mis padres; yo no tenía derecho a cuestionarla y por eso ni se me ocurría hacerlo. Mi mente la aplicaba, no a analizar el alimento que le daban a mi espíritu, sino a prepararme para transmitirlo yo a otros de la mejor manera posible. Por eso estuve tanto tiempo comulgando con ruedas de molino.

Mi rebelión sucedió paulatinamente, porque yo comencé a enjuiciar no la historia total de la Iglesia, sino el pequeño entorno eclesiástico en que me movía, y a contrastarlo con lo que se me había enseñado, en cuanto al amor del prójimo, a la práctica real del desprendimiento de las cosas de este mundo, a la humildad, la castidad, la justicia, la pobreza, etc. Y vi que la teoría de los jerarcas andaba por un lado, pero las obras andaban por otro. Y finalmente me pasó lo que le va a pasar a la torre de Pisa: que lleva varios siglos
cayéndose, hasta que en un mes se va a inclinar tanto como en cien años y en un sólo segundo se va a ir a tierra.


Las ideas fueron acelerándose dentro de mí, hasta que en un momento sentí que algo que hacía tiempo crujía en mi alma, se derrumbaba estrepitosamente. Sin tener visiones —Dios me libre de ellas—, ni oír voces, ni sentir ninguna iluminación interna, mi mente comenzó a ver claro, hasta que lo vi todo con una claridad meridiana. La falsedad de las religiones paganas me ayudó a ver claramente la falsedad de la mía. Lo absurdo de sus creencias se identificó con la absurdez de las mías. Y por otro lado, los valores profundos e innegables que también encierra el cristianismo, me ayudaron a comprender todo lo que hay de santo y de respetable en las creencias paganas de otros pueblos.


Algún buen teólogo ha dicho que el cristianismo no es un humanismo. Esa es la desgracia del cristianismo: que se ha deshumanizado. Ojalá el cristianismo se hubiera olvidado un poco de sus teorías dogmáticas y no hubiese perdido el tiempo discutiendo sobre los futuros contingentes y otros alambicamientos por el estilo; ojalá que hubiese comprendido el sentido de la frase repetida por Jesús: «Misericordia quiero y no sacrificios», que podría traducirse: «menos teorías y más obras», «menos definiciones dogmáticas y más amor al prójimo», «menos hogueras y más tolerancia», «menos maridaje con los grandes de este mundo y más preocupación por los problemas del pueblo».


Perdóname lector si he entrado en este capítulo final con un tono demasiado autobiográfico. Pero siento el irrefrenable impulso de comunicarte mi paz interna, y las muchas cosas que he tenido ocasión de descubrir, después que la intolerancia eclesiástica me dejó en la calle, libre de compromisos y con todo el tiempo disponible para poderle buscar una base racional a mis creencias. Yo sé que mientras se es joven y sobre todo cuando se tiene buena salud, el problema del más allá es algo que suena como una tormenta lejana cuando se está a buen cobijo. Y más en estos tiempos, cuando el desprestigio de la religión ha alcanzado entre los jóvenes sus niveles más altos. Pero de otra parte, también es cierto que a medida que pasan los años, sobre todo en aquellas personas que fueron contagiadas con el virus religioso en su infancia, la preocupación hacia el más allá aumenta, llegando a convertirse en una fuente de pesadumbre en las vidas de
muchos.


A esta gente es a la que quisiera dirigirme especialmente. Los que no tengan preocupación alguna acerca del más allá, o hayan encontrado algún tinglado mental para explicarse el misterio de la vida,¡adelante!, porque su explicación no es menos válida que las retorcidas, insensatas y plúmbeas explicaciones que dan los teólogos de todas las religiones. La única gran verdad es que de lo que pasa tras esta vida nadie sabe nada. Y los que dogmatizan sobre ello, sea hablando del cielo, del infierno, de la nada o de la reencarnación, no hacen más que fabular, o repetir como loros lo que les dijo su gurú, que a su vez repetía lo que le dijo el suyo. Pero los que temen, en virtud del veneno dogmático que de niños les inyectaron, deberían reflexionar un poco, teniendo en cuenta todo lo que han leído en los pasados capítulos.

Lo primero que tendrán que hacer será liberar su mente de toda atadura dogmática y rechazar positivamente las ideas que acerca del más allá les ha insuflado el cristianismo. Y tan importante como esto es limpiar su idea de Dios, que el cristianismo se ha dedicado envenenar durante siglos inventándole toda suerte de calumnias. Mientras creamos en un Dios con ira, no podremos tener una idea optimista de esta vida, y menos aún de la otra. Eso que la mayoría de los hombres llama Dios y que empequeñece de mil maneras personalizándolo y «cosificándolo», tiene que ser infinitamente mejor de como nos dice la Iglesia. Ésta se ha arrogado el derecho de ser su única conocedora y representante, y es hora de que le discutamos ese derecho, del que tanto ha abusado a lo largo del tiempo A la luz de todo lo que hemos presentado e este libro.

¿Con qué fuerza la Iglesia o la teología cristiana se atreven a hablar de nada, cuando sus obras les están negando capacidad moral para hacerlo? «Por sus frutos los conoceréis» y por sus frutos las hemos conocido. Es cierto que también tienen frutos buenos, al igual que un enfermo tiene muchas partes de su cuerpo sanas. Pero a la Iglesia, según la idea que ella nos da de sí misma, tenemos derecho a exigirle mucho más. Tenemos derecho a exigírselo todo, en cuanto a santidad y perfección, lo mismo que ella exigía total obediencia a sus enseñanzas y mandatos, basada en que eran mandatos y enseñanzas de Dios. ¿De quién son entonces los enormes defectos que vemos en la Iglesia? ¿Serán también de Dios? Lógicamente a Él tendríamos que achacárselos, y ésta es una de las mala consecuencias de manipular tanto el nombre de Dios. No se puede usar, para imponer unas cosas, y esconderlo para no hacerlo responsable de otras.

A quien no conozca la historia de la Iglesia, podrá parecerle que exageramos cuando hablamos de los malos frutos que ella ha producido en sus dos mil años de historia. Pero, tú lector, si después de las breves muestras que has leído todavía sigues pensando en la santidad y venerabilidad de la Iglesia como institución, y del cristianismo como cuerpo de doctrina, mereces seguir aprisionado en sus tentáculos, y lo primero que tendrás que hacer será aprender a indignarte. Yo no me indigno contra las personas, cuando éstas, obrando de buena fe, mantienen principios en los que no creo; ni contra los que defendiendo posiciones ideológicas que aborrezco, son al igual que lo fui yo, víctimas de errores tradicionales. Pero sí me indigno contra la institución y le hago frente, cuando veo que quiere seguir perpetuando un error del que la mayoría de sus ministros aún no han caído en la cuenta.

Me indigno cuando veo que quiere conservar sus viejos e injustos privilegios. Me indigno cuando la veo manipulando las conciencias de los débiles, tal como ha hecho por siglos, con el apoyo de los poderes públicos. Acuérdese el lector cuando, en páginas anteriores, la veíamos pedir ayuda al «brazo secular» para que le quemase a sus «herejes». Me indigno cuando la veo exigir «tiempos iguales» en los medios de comunicación del Estado, cuando ella no concedía ni un minuto a los que discrepaban, y hasta le decía al Estado a quiénes no debería permitir hablar. Y me indigno cuando la veo exigir cínicamente «libertad de enseñanza», como si la libertad de que ella goza ahora para intoxicar las mentes de los niños, no fuese muy superior a la que ella otorgó cuando tenía poder e influencia.

Aunque parezca lo contrario, no tengo ningún resentimiento. Lo que tengo es una vieja sed de justicia que corre por las venas de miles de cristianos y excristianos a los que nunca se les ha permitido protestar de los abusos a que sus mentes y conciencias fueron cometidas. Lo que tengo es una enorme gana de gritar, en nombre de los cientos de miles de presos, de torturados y de muertos, víctimas de la intolerancia de los feroces discípulos de aquel pobre hombre que murió en la cruz. ¡Qué tortura más grande tiene que haber sido para muchos fervientes cristianos que se pudrieron en cárceles o que se abrasaron en las llamas, el no poder entender por qué los representantes de Cristo, a quien ellos amaban, se portaban de aquella manera con ellos! Seguramente, remedando a su jefe, muchos de ellos habrán repetido machaconamente en la soledad de su mazmorra o camino del cadalso: «¡Cristo! ¿Por qué me has desamparado?».

Yo recurro otra vez a mi condición de sacerdote y con todo el ímpetu de mi alma me rebelo contra los falsos pastores que a lo largo de la historia veo «apacentándose a sí mismos» y regodeándose en sus necias pompas. M rebelo contra sus injusticias, contra sus abusos de los débiles, contra su cinismo, contra su soberbia. Y me rebelo también contra su hueca e infantil teología que no sirve para nada, como no sea para entontecer la mente o para hacer fanáticos. La auténtica teología es la que se basa en el hombre, y está hecha por el hombre y dirigida al hombre, considerado éste como criatura racional de Dios. Los teólogos, de tanto disparatar acerca de Dios, se han olvidado del hombre y lo han convertido en un guiñapo. Como su Dios es un Dios humanizado, han cometido la felonía de empequeñecer al hombre, para que su Dios luciese más grande y más fuerte. Pero el destripador de amorreos, del Pentateuco, no tiene compostura, por mucho que le echen cualidades y por mucho que acomplejen al hombre llamándole pecador por naturaleza y haciéndolo entrar en el mundo ya con un pecado a cuestas.

Contra esta estúpida y mítica teología es contra lo que me rebelo y me dan una inmensa pena los ingenuos que siguen predicándola de buena fe. Los comprendo, porque yo estuve en el mismo error y tuve la misma buena fe muchos años. Pero creo que hoy es mi obligación decir estas cosas para ayudar a muchos a salir de su letargo. Sé de sobra que algunas personas amigas, leerán con terror estas líneas temiendo por mi eterna condenación. Las pobres no saben que es imposible condenarse cuando no hay infierno. Y me dan también pena las que con frecuencia me dicen: «¿Cómo es posible que siendo Ud. sacerdote diga semejantes cosas?». Pues las digo, y con una tranquilidad de conciencia y una alegría de espíritu muy superior a cuando tenía que hablar de las «verdades eternas» en los Ejercicios Espirituales de mi ex-Santo Padre Ignacio de Loyola.

Hoy puedo decir con toda tranquilidad que, gracias a Dios, he perdido mi fe. Mi fe en las mogigaterías que me enseñaron acerca de Él, los pobrecitos que se limitaban a repetir las mogigaterías que a ellos les habían enseñado. Pero tengo fe en el Universo, en la naturaleza, en el amor, en la vida, y en los hombres y mujeres buenos. Y tengo también fe en mí mismo, a pesar de todos los complejos que los doctrinarios cristianos me han echado arriba, de que soy pecador; de que no puedo vivir en gracia sin una ayuda especial de Dios; de que tengo que hacer o creer esto o lo otro, porque si no, me condeno; de que la muerte es la consecuencia del pecado y de que este mundo es un valle de lágrimas. Pues bien, a pesar de todas estas pamplinas teológicas, sigo creyendo en mí y sigo pensando que «tengo derecho a estar donde estoy» sin que nadie haya de venir a regalarme salvaciones ni redenciones. Nunca me he vendido a nadie y por eso no necesito que nadie me redima.

¿Qué haremos, pues, con el mito cristiano? Dejarlo tranquilo, porque él se está muriendo solito. Se está muriendo a gran velocidad en las almas de los jóvenes, aunque todavía coletea en las de los adultos, porque ya no pueden vencer la vieja adicción que arrastran desde la infancia. Pero a lo que hay que estar muy atento es a que no vuelva a rebrotar. El mismo fanatismo que en nombre de Dios cortó cabezas y encendió hogueras, es capaz todavía en nuestros tiempos, por difícil que parezca, de volver a imponer censuras y obligar de nuevo a aprender el catecismo y a ir a misa. Los fanáticos creen que Dios está siempre de su parte y por eso nunca dudan y se atreven a cualquier disparate, incluso a quitar la vida. Porque Dios es dueño de la vida y ellos trabajan para Dios.

Esa ha sido, en el fondo, la filosofía de todos los muchos atropellos contra los derechos de la gente, que la Santa Madre Iglesia ha cometido a lo largo de los siglos. Dios dueño de todo; ella representante de Dios; luego ella dueña de todo. Esta filosofía güelfa fue llevada hasta sus últimas consecuencias políticas por algunos papas. Pero hoy ya le pasó su tiempo, a no ser que seamos tan ingenuos que nos dejemos imponer de nuevo la santidad por obligación. Nos da pena el ver la lambisconería fingida con que muchos periodistas tratan a los dignatarios eclesiásticos y la lambisconería sincera con que lo hacen muchos hombres públicos. Tanto a unos como a otros les parece que les va a ir mal si no actúan así. Les parece que pierden puntos o ante sus jefes o ante los votantes. El mito sigue teniendo fuerza.

Pero ya va siendo hora de decir claramente que a España su nacional-catolicismo le ha hecho más mal que bien. En los manuales patrioteros que estudiábamos en las escuelas en mi niñez —y ojalá no siga sucediendo lo mismo — España era el baluarte del catolicismo y el catolicismo era el alma de España. Un mito más con el que nos emponzoñaron el alma por un buen tiempo. Sin embargo, la descarnada verdad es que, por culpa del catolicismo, España perdió en buena parte el tren del progreso. Nuestro integrismo nos hizo tomar la religión con demasiado ahínco, y en ella gastamos lo mejor de nuestras energías.

Si nuestro catolicismo no hubiese sido tan cerril, no nos hubiésemos enzarzado en aquella salvajada digna de la Edad Media que se llamó Alzamiento Nacional. De ninguna manera disculpo las quemas de conventos, etc., que le precedieron, pero tampoco se puede disculpar el abandono de todo tipo en que estaban aquellos
fanáticos incendiarios, después de siglos de cristianos gobiernos de «orden y de ley». Los pueblos europeos que obligadamente han tenido que practicar la convivencia entre diversos credos, aprendieron antes que
nosotros, aunque también a fuerza de mucha sangre en siglos pasados, las ventajas de la tolerancia.

Nuestro «catolicismo monolítico» nos perjudicó porque nos hizo intolerantes; y así, con este grave defecto, entramos en el siglo XX. Para colmo de males, los cuarenta años franco-católicos, con su castración mental, nos dejaron a la retaguardia de las naciones evolucionadas. Hoy, triste es decirlo, en las bibliografías de los libros de avanzada, apenas si se puede ver algún apellido español. Pero lo curioso es que ni en teología descollamos. Nuestra fidelidad a la doctrina, nos ha hecho anclarnos en el Concilio de Trento y en el Syllabus. El «que inventen ellos», los teólogos lo han traducido: «que sean ellos los que modernicen la fe: ¡nosotros firmes!».

Si las jerarquías eclesiásticas se hubiesen preocupado más de enseñar a leer a los pobres y de ayudarles a buscarse su sustento y les hubiesen dicho a los ricos y a los políticos cuáles eran sus graves obligaciones con su dinero y su poder, y por otra parte se hubiesen preocupado menos de colaborar con el «Movimiento», la Iglesia hubiese cumplid mejor lo que Cristo le dejó dicho en el evangelio. En los últimos cuarenta años los españoles han estado hambrientos de justicia, y la jerarquía lo único que les dio fue catecismo. Y a los que me digan que aquella no era misión de la Iglesia, les diré que tampoco era su misión el hacer guerras, ni quemar mujeres, ni construir palacios y sin embargo ha hecho las tres cosas en abundancia. Pero por otro lado les recordaré las palabras de su jefe: «Venid a mí...porque tuve hambre y me disteis de comer y tuve sed y me disteis de beber» (Mt. 25,35).

¡Cómo le pesan ya a la Iglesia sobre las espaldas, sus dos mil años de edad! ¡Cuánta ceguera, cuánta decrepitud, cuánta falta de elasticidad! ¡Y cuánto fariseísmo! Todo esto que estoy diciendo de la Iglesia católica, se le puede aplicar de la misma manera al cristianismo en general. Sus odios internos y sus divisiones milenarias dan al traste con toda su credibilidad. ¿Quién puede creer en una religión que predicando el amor no es capaz de hacer que sus propios creyentes se amen? Y ¿quién puede creer en una religión que predicando la paz tiene su historia entretejida de guerras? Y ¿quién puede creer en una religión que predicando el respeto a la persona humana, ha obligado a creer, y ha destruido docenas de culturas? Y ¿quién puede creer en una religión que después de decir «no matarás» tiene sus entrañas llenas de cadáveres? Al mito cristiano se le ven las orejas.

Sus innegables paralelos con muchos otros mitos nos hicieron sospechar que los arquetipos seguidos por el cristianismo, eran los mismos que los seguidos por otras religiones. Pero cuando nos asomamos a su historia y nos encontramos con las mismas contradicciones, con los mismos errores y con las mismas barbaridades que vemos en las historias de los «reinos de este mundo», nos convencemos de que estamos ante algo totalmente humano, aunque sus seguidores y sus fundadores hayan pensado que es completamente divino. «Digitus Dei non est hic»: Aquí no hay nada de divino. Aquí hay muchos dedos, y muchas manos y muchas mentes humanas construyendo a lo largo de los siglos esta mastodóntica institución llamada Iglesia cristiana, que en este momento amenaza ruina por todas partes.

¿Merece la pena proclamar fidelidad a una institución así? Por otro lado, ¿merece la pena el tomarse el trabajo de abjurar de una fe mítica, basada en las fabulaciones de unos cuantos doctrinarios? Creo que ninguna de las dos cosas merece la pena. Lo que sí merece la pena es vivir racionalmente, pensando que este bello planeta en que habitamos, tan amenazado por banqueros, políticos, militares e industriales irresponsables, es nuestro hogar, susceptible de ser perfeccionado y convertido en un paraíso. Lo que sí merece la pena es vivir con optimismo, en buena armonía con todos y disfrutando de las muchas cosas buenas que pueden estar a nuestro alcance, si en vez de hacernos la guerra, trabajamos por mejorar nuestra vidas. Gozar no es pecado, contrariamente a la subconsciente filosofía trágica de la vida que el cristianismo nos ha infiltrado. Gozar de la vida es una obligación que todo ser racional tiene, o de lo contrario, no tendría razón de ser toda la cantidad de cosas bellas que en ella podemos encontrar.

Que sufran los fanáticos masoquistas que se empeñan en seguir credos absurdos dictados por algún visionario demente o manipulado por sabe Dios quién. Digamos que no, a todos los mitos religiosos, por muy arropados de divinidad que se nos presenten. Digamos que no, específicamente, al mito cristiano que tanto daño nos ha hecho y que tanto nos ha impedido progresar. Abramos nuestra mente al Universo, al bien, a la justicia, al amor y a la belleza. Ésta tiene que ser en el futuro la única religión de los seres humanos realmente racionales.

miércoles, 29 de diciembre de 2010

¡DEFENDÁMONOS DE LOS DIOSES!

Mis más cordiales y sentidos saludos para todos Uds. mis apreciados lectores. Deseos que se extiendan a la humanidad como un todo, en nuestro Planeta Tierra y en el resto del Universo poblado por seres inteligentes. Mis deseos y sentimientos porque entremos en razón, porque entendamos que el libre albedrío, la libertad de pensar, sentir y actuar es lo más sagrado de la vida inteligente; siempre y cuando ese pensar, sentir y actuar esté en perfecto equilibrio con el resto de la creación. Deseos porque entendamos que no tenemos el derecho de imponer, ni por la fuerza física ni intelectual, nuestras doctrinas y conductas a otros seres, y también que entendamos que somos libres de no permitirlo y debemos ejercer nuestro derecho a esa libertad plena. Mis deseos para que tomemos consciencia de que no necesitamos ni de falsos líderes, ni de falsas doctrinas muchos menos de falsos dioses para ejercer a plenitud la vida que proviene de la maravillosa creación.


De esa invitación a despertar nuestras consciencias sobre la libertad plena, sobre romper esas cadenas que nos han impuesto desde casi el mismo nacimiento de la humanidad, es precisamente de lo que habla Salvador Freixedo en su Libro Defendamonos de los Dioses, justamente el título de esta entrega. Nos habla en su libro de los dioses y los superhombres, de los dioses y su tecnología, de los dioses y su ubicación con respecto a nosotros, de los dioses y sus estrategias, y de muchas cosas más que Uds. posiblemente conozcan, pero a algunos, estoy seguro, los llamará a la reflexión. Les estoy publicando la introducción y el primer capítulo del libro; así se los prometí en la entrega anterior; aunque reconozco que es un poco más larga que la lectura anterior sobre La Gran Manipulación Cósmica, considero que aún a algunos de Uds. les queda un pequeño espacio de su receso navideño para dedicar veinte minutos a su lectura.


Gracias a los lectores que amablemente me remitieron sus comentarios acerca de la lectura que hicieron del capítulo que publiqué del libro La Gran Manipulación Cósmica.


Disfruten de su lectura

Salvador Freixedo
¡DEFENDÁMONOS DE LOS DIOSES!
EDITORIAL POSADA
© 1984, Editorial Algar, S.A. Madrid, España ISBN 84-398-2245-6
Primera edición en México: marzo de 1985
§ 1984, Salvador Freixedo.
 1985, Editorial Posada, S. A. Oculistas No. 43/Planta alta Col. El Sifón 09400 México, D.F. Hecho en México/Printed in México
Derechos reservados
ISBN 968-433-142-8
Introducción
«En tiempos pasados los hombres estaban siempre en busca de dioses a quienes adorar. En el futuro, los hombres vamos a tener que defendernos de los dioses».

Con esta frase, terminaba mi libro «ISRAEL PUEBLO-CONTACTO». Desde entonces he seguido dándole vueltas al mismo tema y buscando hechos que sirviesen de apoyo a una teoría que a medida que pasa el tiempo, aparece menos como una teoría y más como un hecho incuestionable. Por otro lado, este libro es en cierta manera, continuación lógica del mío anterior «Por qué agoniza el cristianismo». En él traté de demostrar la vaciedad del credo cristiano; en éste, trato de llenar aquel vacío, mostrando otro «más allá» u otra realidad trascendente que esté más de acuerdo con lo que nos dice la vida y la historia de la humanidad, por más que esa realidad trascendente esté disimulada tras mil sutiles velos.

Creo que ya va siendo hora de que la humanidad pensante —porque desgraciadamente la mayoría de la humanidad no es pensante— vaya arrancando estos sutiles velos y se encare con la tremenda realidad de que ha sido manipulada y en cierta manera engañada por los dioses. El que ayude a esta tarea —aunque corre el peligro de ser tenido por alucinado— estará haciendo una enorme contribución a la evolución de la raza humana.

Este libro pretende ser una tal ayuda y soy comprensivo para los que piensen que desvarío. Yo también pensé durante muchos Años que estas ideas eran desvaríos, hasta que conocí muchos hechos extraños que sistemáticamente habían estado ocultos a mi conocimiento, o habían sido presentados como meras fábulas. Cuando me convencí de que tales hechos eran tan reales como los que yo presenciaba todos los días en la vida normal, mis ideas acerca de los fundamentos y propósitos de la vida, sufrieron un tremendo estremecimiento. Algunas de ellas se derrumbaron estre­pitosamente, y otras completamente diferentes, comenzaron a tomar cuerpo y fuerza en mi mente. Yo lamento —y al mismo tiempo no dejo de admirarme— que otras personas con grados académicos y con inteligencia superiores a la mía, no sean capaces de deducir todas las enormes cosas que yo he deducido del mero conocimiento y convencimiento de la realidad de tales hechos extraños.

Las ideas que encierra este libro no sólo no son una locura, sino que son una explicación mucho más realista y hasta mucho más profunda que las infantilidades con que el cristianismo y las demás religiones han intentado por siglos explicarnos el porqué y el para qué de la vida humana. Si se desconocen o se rechazan estas ideas, no se podrá tener una idea realista de las raíces de la existencia humana y seguiremos teniendo las mismas ideas distor­sionadas que hemos tenido por siglos, de las religiones, de la historia, de las guerras, de la filosofía y de las culturas. La tre­menda realidad es que la humanidad sabe únicamente lo que los dioses le han dejado saber y cree lo que los dioses le han hecho creer. Pero ya ha llegado la hora de que los hombres sepamos todo lo que debemos y somos capaces de saber y ha llegado la hora de que no creamos nada o casi nada de lo que los dioses quieren que creamos para su conveniencia.

En vez de ser portavoces de ideas desquiciadasLa teología del «Dios verdadero y único» es falsa; la teología de los dioses falsos es la verdadera. La explicación de estas frases es lo que constituye la esencia de este libro; y desde ahora le decimos al lector, que se equivoca si interpreta estas palabras como indicadoras de que profesamos el ateísmo. Ateísmo integral es sinónimo de miopía mental o por lo menos de una gran confusión de ideas. Pero con la misma sinceridad tenemos que decir, desde el comienzo de este libro, que le retiramos nuestra fe como Dios Universal y Único al dios del Pentateuco, al que reducimos su categoría convirtiéndolo en uno más de los muchos dioses meno­res que a lo largo de la historia han estado utilizando a los
hombres.

La parte más evolucionada de la humanidad está comenzando a sacudirse de una especie de mito de los reyes magos. Los niños cuando crecen, se dan cuenta de la piadosa mentira que sus padres les han estado contando por años; les basta con aprender a leer y ver en la parte inferior de los juguetes, el lugar donde han sido construidos o comprados, para comenzar a sospechar del bello embeleco tan celosamente guardado por sus padres durante tantos años. Los hombres y mujeres más desarrollados intelectualmente, también han aprendido a leer en la naturaleza muchas cosas que en la antigüedad nuestros antepasados no podían leer: o porque se   • lo prohibían, o simplemente porque su adelanto técnico no los facultaba para leerlas.

Los reyes magos existieron, pero no son ellos los que les traen los juguetes a los niños; el dios cristiano de que se nos habla en el Pentateuco, también existió, pero no es el padre bueno que él quiso hacernos creer, y mucho menos es el Dios Universal, Crea­dor de todo el Cosmos. Es simplemente un suplantador más, que al igual que muchos otros semejantes a él, pretendió hacerse pasar por la Gran Energía Inteligente creadora de todo el Universo.  En las páginas siguientes intentaremos presentar las razones en que nos basamos para defender una idea tan perturbadora y tan extraña a primera vista.

Los dioses existen
Pero ¿quiénes son los dioses? Como a lo largo de todo este libro estaremos refiriéndonos constantemente a ellos, convendrá que digamos qué entendemos cuando decimos «los dioses», con minúscula. Ya hace tiempo que, en otra parte, hice la siguiente distinción entre los seres racionales iguales o superiores al hombre: hombres, superhombres, dioses, DIOS.


Superhombres
Los superhombres son, fundamentalmente, hombres como nosotros, pero preparados para cumplir una gran misión, y por eso están dotados de excepcionales cualidades que los habilitan para cumplir esa misión. Algunos de ellos ya vienen preparados desde su nacimiento y otros adquieren esas cualidades en un momento de su vida, cuando son seleccionados por alguno de los dioses, de los que hablaremos enseguida.

Los fundadores de las grandes religiones suelen ser superhom­bres. El que en nuestros días quiera ver a un superhombre y convencerse de los increíbles poderes de que suelen estar dotados, que vaya en la India, a una pequeña ciudad llamada Puttaparthi, cerca de Bangalore y de Hyderabad (capital del Estado) y que trate de ver lo más de cerca posible a un tal Sathya Sai Baba. Digo lo más de cerca posible, porque no será raro que cuando llegue a Prasanthi Nilayam, el lugar templo en que él reside, se encuentre con varios miles —cuando no cientos de miles— de devotos suyos que le impedirán toda aproximación física al superhombre.

Zoroastro, Buda, Mahoma, Moisés, Confucio, Lao Tse, etc., pertenecieron a esta clase de seres.Y antes de dejar el tema de los superhombres (sobre el que hemos de volver en repetidas ocasiones a lo largo de estas pági­nas), tendremos que dejar bien claro que estos seres humanos excepcionales, por muy grandes que sean sus poderes, no son sino instrumentos de los que los dioses se valen para lograr sus deseos en la sociedad humana y en general en nuestro planeta (que no es tan nuestro como nos habíamos imaginado). Unos deseos que, hoy por hoy, el cerebro humano no logra descifrar y que probablemente permanecerán totalmente indescifrables para nosotros mientras nuestra inteligencia no dé un paso drástico en su evolución.

Tal como he dicho, los superhombres son fundamentalmente hombres, bien por su manera de aparecer en este mundo, bien por su constitución física, o bien por su muerte más o menos similar a la de los demás hombres. Sin embargo, es de notar que con fre­cuencia algunos de ellos, en su proceso de utilización por parte de los dioses, se han apartado considerablemente en algunos aspectos de su vida, de lo que es normal en los demás hombres. Tal podría ser el caso de Krishna, de Viracocha, de Quetzalcoatl y del mismo Jesucristo. Dan la impresión de haber participado en alguna manera, de la naturaleza de los dioses, como si fuesen una especie de híbrido de dios y hombre; o como si fuesen dioses especial­mente preparados para desempeñar una misión en este planeta.


Dioses
Los dioses, en cambio, no son hombres. Algunos de ellos tienen el poder de manifestarse como tales —y de hecho lo han hecho en infinitas ocasiones— y hasta convivir íntimamente con nosotros cuando esto les conviene para sus enigmáticos propósi­tos; pero en cuanto cumplen su misión o en cuanto logran lo que desean, se vuelven a su plano existencia! en el que se desenvuelven de una manera mucho más natural y de acuerdo a sus cualidades psíquicas y electromagnéticas. Pero los dioses no son hombres; y en una de las pocas cosas en que coinciden con nosotros es en el ser inteligentes, aunque sus conocimientos y su inteligencia superen en mucho a la nuestra. De su inteligencia hablaremos más en detalle posteriormente.


Grandes diferencias entre ellos
Aunque sobre esto hemos de volver en varias partes del libro, sin embargo conviene dejarlo bien claro desde ahora: Entre los dioses hay muchas más diferencias de las que hay entre los hom­bres. Estas diferencias son de todo tipo, y no sólo se refieren a su entidad física en su estado natural, sino a la manera que tienen de manifestársenos; a su mayor o menor capacidad para manipular la materia y para hacer incursiones en nuestro mundo; a su grado de evolución mental y por lo tanto tecnológica, y hasta, en cierta manera, a su grado de evolución moral, siendo, al parecer, algunos de ellos mucho más cuidadosos en no interferir indebidamente en nuestro mundo y hasta en no interferir en modo alguno. Difieren entre ellos también en su origen; pudiendo ser algunos de ellos de fuera de este planeta, aunque me inclino a pensar que los que más interfieren en la vida y en la historia de la humanidad, son de este mismo planeta que nosotros habitamos, como más tarde veremos.

Difieren también, tanto en las causas por las que se manifiestan entre nosotros, como en los fines que tienen cuando lo hacen. Estas grandes diferencias entre ellos, no provienen —tal como sucede entre los hombres— de pertenecer a razas, patrias, religiones, culturas, o clases sociales diferentes, o por hablar distintos idiomas; la causa de las diferencias entre los dioses es mucho más profunda; pues mientras los hombres, por muchas que sean las diferencias, todos somos igualmente seres humanos y pertenece­mos a la misma humanidad, los dioses no pertenecen a la misma clase genérica de seres, y entre algunos de ellos es muy posible que haya tanta diferencia como hay entre nosotros y un mamífero desarrollado. Y también es muy posible que haya menos diferen­cia entre nosotros y algunos de ellos, que entre algunos de ellos entre sí.

Por las noticias que tenemos, recibidas de ellos mismos (que • nunca son del todo fiables), muchos de ellos desconocen por com­pleto a otros que se han encontrado en sus incursiones en nuestro nivel de existencia, dándose únicamente cuenta de que no pertene­cen al mundo humano. Si hemos de creer lo que nos han dicho, no sólo tienen una desconfianza mutua, sino que en algunas ocasio­nes hemos sabido de antipatías manifiestas entre ellos y hasta de batallas declaradas. Un ejemplo típico de este antagonismo y hasta de estas bata­llas, lo tenemos en la rebelión que, según la teología cristiana, Luzbel organizó con muchos de sus seguidores, contra Yahvé. Los creyentes que admiten al pie de la letra las enseñanzas clásicas de la Iglesia, y que creen a pies juntillas qué esa es la única y total explicación de los orígenes de la existencia del hombre sobre la Tierra y de sus relaciones con Dios, deberían saber que todas las grandes religiones nos hablan de parecidas batallas entre sus dioses, o entre un dios principal y los dioses menores. Y los no creyentes que miran esas historias bíblicas como algo mitológico a lo que no hay que hacer mucho caso, deberían saber que mitos y leyendas no son más que historias distorsionadas por el paso de los milenios. Y deberían saber que esas batallas entre dioses que aparecen en todos los libros más antiguos de la huma­nidad (es decir, en las «historias sagradas» de todas las religiones) se siguen repitiendo hoy delante de nuestros ojos, tal como más adelante veremos.

Digamos por fin, que estas grandes diferencias entre los dioses se traducen en su diversísimo comportamiento en nuestro mundo y en sus relaciones con nosotros que varían enormemente de un caso a otro, y que, debido precisamente a esa gran variedad, nos tienen todavía hoy perplejos acerca de qué es lo que en realidad quieren.
Los dioses tienen cuerpo físico aunque la entidad física de los dioses es diferente de la nues­tra, sin embargo podemos decir que los dioses tienen algún tipo de cuerpo o algún tipo de entidad física. Y aquí tendremos que hacer un pequeño paréntesis para expli­car que en el Cosmos, todo, hasta lo que infantilmente llamamos «espiritual», es en cierta manera «físico» (al igual que todo lo físico está de alguna manera impregnado de espíritu). «Fisis» es una palabra griega que significa naturaleza, y en este sentido podemos decir que todo lo que es natural, o pertenece al orden natural, es físico. Y los dioses no pertenecen al orden «sobrenatural» tal como éste ha sido definido siempre por los teólogos.

Para entender las entidades físicas de los dioses (y de otras muchas criaturas no humanas) no tenemos más remedio que acu­dir a la física atómica y subatómica. El «cuerpo» de los dioses es electromagnético y está hecho de ondas. Y el que encuentre este lenguaje sospechoso, debería saber que el cuerpo humano, en último término está hecho también de ondas y nada más que de ondas; porque eso es en definitiva toda la materia. (Y ésta es la gran maravilla y el gran secreto de todo el Universo. Y éste es el hecho físico —por encima de todos los sentimentalismos y de todas las concepciones dogmáticas y místicas— que más nos acerca a la ininteligible Entidad que ha hecho el Cosmos).

La «materia» del «cuerpo» de los dioses, siendo en el fondo lo mismo que la nuestra, está estructurada en una forma mucho más sutil, lo mismo que la «materia» que compone el aire está en una forma mucho más sutil que la que compone un lingote de acero, aunque en último término las dos sean exactamente iguales. Los dioses superiores, a diferencia de nosotros, tienen la capa­cidad de manejar y dominar su propia materia, adoptando formas más o menos sutiles y haciéndolas más o menos asequibles a la captación por nuestros sentidos, cuando así lo desean.
Ubicación de los dioses
Otra de las cosas en que muchos de ellos coinciden con nos­otros, es en su ubicación en el Universo, pues si bien su nivel de existencia (o como los esotéricos dicen hace muchos años: su «nivel vibracional») no coincide con el nuestro, sin embargo para muchos de ellos, nuestro planeta es también su planeta. Preguntar dónde viven exactamente, sería un poco ingenuo. Su ubicación obedece a leyes físicas diferentes a las que nosotros conocemos, porque las ideas que los hombres tenemos del espacio y del tiempo son completamente rudimentarias. Muchos de ellos pueden vivir —y de hecho viven— aquí y entre nosotros, y sin embargo no ser detectados normalmente por nuestros sentidos. Nuestros sentidos captan sólo una pequeña parte de la realidad circundante. El aire, con ser un cuerpo físico con una realidad semejante a la de una piedra, es completamente invisible para nuestro ojo. Muchos sonidos y muchísimos olores que nuestros sentidos no captan en absoluto, son el mundo normal en que se desenvuelven los sentidos de los animales. Las ondas de televisión que inundan nuestras casas, únicamente son visibles por nosotros mediante el uso de un aparato. No tendremos por tanto que extrañarnos de la invisibilidad de los dioses. En el mundo paranormal hay una casuística abundantísima para reforzar esta tesis. Aparte de esto, en el irrebatible campo de la fotografía, hay casos en que una foto normalmente desarrollada, no acusa la presencia de objetos que sólo pudieron ser descubiertos cuando los negativos fueron «quemados» por la hábil mano del fotógrafo. En algún libro mío he publicado pruebas gráficas de esto.

De lo dicho anteriormente podemos deducir que no necesitan un suelo para sostenerse ni un aire que respirar y por lo tanto no tienen necesidad de estar en ninguno de los lugares del planeta en que los hombres estamos, con nuestra materia y con nuestras cualidades físicas específicas. Por otro lado, creo que no hay más remedio que admitir que algunos o quizás muchos de ellos, procedan de otras partes del Universo, siendo nuestro planeta solamente un lugar de paso o una residencia temporal, lo cual explicaría, por lo menos en parte, la falta de continuidad en muchas de sus actividades en nuestro planeta, y en concreto las grandes variaciones que vemos en sus intervenciones en la historia humana.


La ciencia y los dioses
Algún lector se estará preguntando a estas alturas, de dónde hemos sacado nosotros esta peregrina idea de la existencia de semejantes seres. La ciencia no nos dice nada de ellos. Pero la ciencia tampoco nos dice nada de cosas tan importantes como el amor y la poesía, y en realidad sabe muy poco sobre ambas cosas. Y la misma parapsicología académica, que es la ciencia que de alguna manera debería interesarse por la existencia de estos seres, tampoco nos dice nada de ellos y más bien rechaza su existencia cuando algún parapsicólogo audaz hace alguna sugerencia acerca de su posible presencia en algunos hechos paranormales.

Desgraciadamente así son las cosas debido a la esclerosis men­tal de muchos de los llamados científicos. Pero allá la ciencia y la psicología con sus prejuicios y con sus miopías. «Amicus Plato, sed magis árnica veritas». La cruda verdad, por más inverosímil e incómoda que parezca, es que semejantes seres existen y de ellos tenemos testimonios en todos los escritos que la humanidad con­serva desde que el hombre empezó a dejar constancia gráfica de lo que pensaba y veía. Y de probarlo nos iremos ocupando a lo largo de estas páginas.


Los dioses y las religiones
Pero si la megaciencia no dice oficialmente nada acerca de estos seres (porque extraoficialmente y en privado, muchos cientí­ficos de primera fila, dicen muchas cosas), la religión, —que es un aspecto importantísimo del pensamiento humano— dice muchísi­mas cosas y lleva diciéndolas desde hace muchos siglos. Y al decir religión, estoy diciendo todas las religiones sin excluir la religión cristiana. En la mayoría de las religiones a estos seres se les llama «espíri­tus», de una manera general, aunque tengan variadísimos nom­bres, dependiendo de las diferentes religiones y dependiendo de los diferentes «espíritus». Porque hay que tener presente que todas las religiones conocen las grandes diferencias que hay entre estos «espíritus». Los griegos y romanos eran los que en cuanto a nomenclatura, más se acercaban a la realidad y les llamaban simplemente «dio­ses», aunque reconocían que eran espíritus que podían adoptar formas corporales cuando les convenía y aunque por otra parte reconocían también a toda una serie de deidades o espíritus infe­riores que estaban supeditados a estos «dioses» mayores.


El cristianismo y los dioses
El cristianismo, por más que nosotros creamos que está muy por encima de toda esta concepción politeísta, acepta también estos espíritus y de hecho nos está constantemente hablando de ellos en toda la Biblia y en todas las enseñanzas del magisterio cristiano a lo largo de muchos siglos. En el cristianismo se les llama «ángeles» o «demonios», se les atribuyen grandes poderes —de hecho a algunos de ellos nos los presenta la historia sagrada como rebelándose contra Dios— y se hacen grandes distinciones entre ellos. Recordemos si no, la gradación que hay entre las diversas  categorías  de  «ángeles»;  arcángeles, ángeles,  tronos, dominaciones, potestades, querubines, serafines... Todos estos nombres son una prueba de que la Iglesia tiene una idea muy concreta y muy definida de ellos. Y lo más curioso es que en la Biblia, al mismísimo Yahvé, en alguna ocasión, también se le llama «ángel».

Y para que vayamos desembarazándonos de muchas de las ingenuas ideas que nos han inculcado acerca de todo el mundo trascendente, tendremos que decir que estos «espíritus» no son todo lo buenos que nos habían dicho. De hecho la Santa Madre Iglesia siempre nos ha dicho de algunos de ellos —a los que llama demonios— que eran perversos, enemigos de Dios y amigos de apartar al hombre de los caminos del bien.

Pero lo que tenemos que saber es que la lucha que según la teología estalló entre los ángeles antes de que el mundo fuese creado (una lucha que convirtió a algunos ángeles en demonios) todavía continúa y las rivalidades entre los espíritus todavía no se han terminado, siendo todos ellos muy celosos de sus rangos y prerrogativas. En esto el cristianismo coincide con las otras Mitologías.

Y otra cosa aún más importante que tenemos que tener en cuenta a la hora de juzgar a estos espíritus que nos presenta la Iglesia, es que el que en la Biblia se nos presenta no sólo como jefe de todos ellos sino como creador del Universo, no sólo no es creador del Universo sino que ni siquiera es superior ni diferente de otros «espíritus» que conocemos de otras religiones. Sí recono­cemos que es superior a los otros «ángeles» que nos presenta el cristianismo, pero no lo reconocemos superior a otros «dioses» como Júpiter o Baal. En la misma Biblia tenemos pruebas de esto, si nos atenemos a lo que en ella leemos, y no le damos interpreta­ciones retorcidas contrarias a la letra del texto. Ya me he hecho eco de esto en varios otros lugares y he citado este curiosísimo texto de la Biblia que, muy extrañamente, los exegetas pasan por alto sin apenas dignarse hacer ningún comentario acerca de él: «Tomará Arón dos machos cabríos y echará suertes sobre ellos: una suerte por Yahvé y una suerte por Azazel. Y hará traer Arón el macho cabrio que le haya correspondido a Yahvé y lo degollará como expiación. Pero el macho cabrío que le haya correspondido a Azazel, lo soltará vivo en el desierto después de presentarlo ante Yahvé». (Lev. 16, 5-10).


Yahvé, un dios más
Yahvé, a pesar de que se presenta como el Dios supremo y único, reconoce la existencia de Azazel (que según una nota de la Biblia de Jerusalén, era el espíritu maligno que dominaba aquellas regiones desérticas) y no sólo eso, sino que le reconoce sus dere­chos y no quiere buscarse problemas con él, siendo esa la razón de que le ordene a Arón que suelte vivo el macho cabrío que le haya tocado en suerte a Azazel, para que éste haga con él lo que le plazca. De no ser Yahvé un ser de la misma categoría que Azazel, no hay razón ninguna para explicarse su extraña conducta. Más ade­lante, cuando le echemos una mirada más de cerca al Yahvé del Pentateuco, nos convenceremos de que, poco más o menos, es como los dioses de las demás religiones, que se manifestaban a los diferentes pueblos para dirigirlos y «protegerlos».

En esta lucha que los ángeles tuvieron entre sí y que la teología nos dice que culminó en la derrota de Luzbel, el gran triunfador resultó ser Yahvé, que a lo que parece, era el supremo jefe de esta facción de ángeles que en aquel momento estaban manifestándose en nuestro planeta.  Naturalmente siendo nuestra teología de acuerdo a las enseñanzas de Yahvé en el Monte Sinaí (y en poste­riores manifestaciones a lo largo de los siglos a diversos profetas y videntes), Luzbel tiene que aparecer como el malo y Yahvé como el bueno. Pero usando nuestra cabeza, tal como hacemos para juzgar los hechos de la historia, en donde vemos que los vencedo­res describen todos los hechos en su favor y presentan a los venci­dos como malos y perversos, podemos llegar a la conclusión de que no hay mucha diferencia entre estos dos personajes. Y si Luzbel se comporta como se comportan los hombres (y muy probablemente se comporta de una manera parecida), es muy lógico que trate de tomar venganza de su vencedor y la mejor manera de hacerlo es tratando de restarle súbditos y de deshacer toda la obra que aquél haya pretendido hacer entre los hombres.


Mitología y dioses
Las abundantes y diversísimas mitologías de todos los pueblos, que antaño se nos presentaron como fruto de la imaginación semi infantil de los pueblos primitivos, poco a poco han ido ganando valor en los tiempos actuales, pues vemos en ellas ni más ni menos que el recuerdo, deformado por los siglos, de hechos sucedidos hace muchos miles de años. Los antropólogos las estu­dian y las conocen muy bien, pero las enfocan desde un punto de vista prejuiciado, para explicar sus teorías. El estudioso de la nueva teología cósmica las estudia desde otro punto de vista com­pletamente diferente y mucho más abarcador, sin dejarse atrapar ni por las teorías concebidas a priori de los antropólogos, ni por los dogmas obcecantes de cualquiera de las religiones que tienen aprisionadas las mentes de casi todos los habitantes de este planeta.

Los estudiosos de esta nueva teología tratan de esclarecer y
corroborar estas mitologías cotejándolas con otros hechos con los que nos encontramos en la historia y con multitud de fenómenos con los que nos encontramos hoy día. Lo que el estudio de estas mitologías va dando de sí, es que en la antigüedad remota y no tan remota (y muy pronto veremos que en nuestros mismos tiempos), seres que se decían celestiales, se les manifestaban a los asombrados habitantes de este planeta y les decían que ellos eran «dioses» todopoderosos o, más audazmente, el Dios creador de todo el Universo. Los primitivos terrícolas, con unos conocimientos muy rudimentarios de la naturaleza, asom­brados, por una parte, ante la belleza de lo que contemplaban, y aterrorizados por otra, no dudaban un momento de que estaban realmente ante los señores del Universo y rendían sus mentes sin dudar, poniéndose incondicionalmente a su servicio.

Si esto hubiese sucedido con un solo pueblo, hubiésemos podido achacarlo a una variedad de causas; pero lo cierto es que este fenómeno de la manifestación de un «dios» se ha dado en prácticamente todos los pueblos de los que tenemos historia escrita. Colectivamente hablando, el fenómeno de la manifesta­ción de un dios, y hablando individualmente, el fenómeno de la - «aparición» o «iluminación», son hechos que se han estado repi­tiendo constantemente en todas las latitudes, en todas las culturas y en todas las épocas a lo largo de los siglos.

Más tarde, cuando describamos más a fondo la manera que los dioses tienen de comunicarse con los hombres, hablaremos en concreto de estos fenómenos. Pero tenemos que dejar sentado como un hecho histórico incuestionable, que absolutamente todos los pueblos sin excep­ción, han obedecido y adorado a algún «dios», del que decían que —de una manera u otra— se había manifestado y comunicado con sus antepasados a los que había instruido en muchas cosas (frecuentemente en cómo curar las enfermedades o en otros secre­tos de la naturaleza), habiéndoles prometido protección si eran fieles a lo que él les dijese, o más en concreto, si seguían las normas de vida que él les dictaba.


¿Apariciones subjetivas?
Naturalmente aquí cabe discutir si estas creencias de todos los pueblos se debían a apariciones objetivas de estos seres «celestia­les» o eran sencillamente una creación subjetiva debida a la religio­sidad innata de los hombres de todos los tiempos. La ciencia oficial con psicólogos y psiquiatras al frente, nos dirá indefectible­mente que estas creencias se debían a esto último, y que tales apariciones o manifestaciones objetivas nunca tuvieron lugar.

Contrarios a ellos tenemos a los fanáticos religiosos (o simple­mente a los creyentes fervorosos) que defienden —si hace falta con sus vidas— que la realidad objetiva de las apariciones y manifesta­ciones divinas de que les habla su santa religión, es incuestionable.

¿Quién está en la verdad? Como muy bien sabe el lector, la verdad total no es patrimonio de nadie, y en este caso concreto así sucede exactamente. La ciencia tiene mucho derecho para decir que en infinidad de ocasiones lo que se presenta como «visión» es una pura alucinación, fruto de un psiquismo enfermizo; y que lo que se presenta como milagro —es decir como una prueba de la presencia inmediata o cuasi inmediata de Dios— no es más que el uso consciente o inconsciente por parte del taumaturgo, de una ley desconocida de la naturaleza.

Hasta aquí la parte de razón que tiene la ciencia oficial, que no es poca. Pero los religiosos también tienen su parte de razón. Su pecado consiste en distorsionar los hechos y en desorbitarlos, con­virtiendo en verdades absolutas o universales lo que únicamente son fenómenos relativos, locales y temporales. En muchísimas ocasiones, el hecho de la visión o de la aparición ha sucedido objetivamente, pero no ha sido precisamente lo que los videntes han creído que era, o más exactamente, lo que les han hecho creer que era. Aquí es donde entra en juego la acción engañosa de los dioses. Esta acción deceptoria no sólo actúa inmediatamente y a corto plazo sobre los videntes y sus contemporáneos, sino que se extiende muchos años después, hasta los mismos científicos y la sociedad humana en general, haciéndoles creer que tales «visio­nes» son cosas puramente subjetivas, «mitológicas» y totalmente carentes de realidad.

Como podemos ver, el juego de los dioses es doble: a los testigos inmediatos los convierte en ardientes fanáticos (los pobres no tienen otro remedio después de haber visto y sentido lo que han visto y sentido) y al resto de la sociedad —y muy especialmente a la sociedad científica—, que no han sido testigos inmediatos, les produce un efecto totalmente opuesto, es decir les crea una espe­cial y desproporcionada resistencia mental para admitir semejan­tes hechos como reales, por más que los veamos repetidos y documentados hasta la saciedad en todos los libros sagrados y profanos de todas las culturas y de todas las épocas. Las religiones —omnipresentes en toda la historia humana— son el resultado de tales hechos «imposibles».


Pruebas históricas
El objeto de este primer capítulo es precisamente el ir rom­piendo esta especial  dificultad que los hombres de esta sociedad tecnificada tenemos para admitir semejantes hechos,  y es ayudarnos a admitir la posibilidad de que no seamos únicamente nosotros los habitantes inteligentes de este planeta.

Pues bien, en este particular, quiero poner al lector en contacto con  un gran  libro  en  el  que encontrará  pruebas históricas —cientos de documentos tan auténticos como aquéllos en los que fundamentamos nuestra historia— procedentes de todas las cul­turas y de todas las latitudes. Me refiero al libro de mi entrañable amigo A. Faber Kaiser titulado «Las nubes del engaño» (Planeta). En él podrá ver que la mayor parte de los historiadores de la antigüedad han dejado testimonio escrito de la aparición o de la intervención en la historia humana de unos extraños personajes inteligentes no humanos que han llenado siempre de admiración a
nuestros antepasados.

Naturalmente, el incrédulo seguirá pidiendo pruebas para cer­ciorarse de la existencia de semejantes seres inteligentes no huma­nos. Y se las proporcionaremos, o mejor dicho él mismo se las puede proporcionar, si se toma el trabajo, tal como dijimos unas líneas más arriba, de leer los repetidos y documentados testimo­nios que se encuentran en todos los libros sagrados y profanos de todas las culturas y de todas las épocas; y se convencerá de esta | realidad, si reflexiona desapasionadamente acerca de los funda­mentos doctrinales y de los orígenes de todas las religiones.

Tomemos por ejemplo los orígenes del cristianismo y despojé­monos por unos instantes de nuestros sentimientos hacia él (ya que si no lo hacemos así, el afecto que sentimos hacia las creencias propias y de nuestros padres, nos impedirá examinarlas desapasio­nada y racionalmente).

Los diez mandamientos fundamentales de la religión cristiana, no sólo son el fruto de la aparición de uno de estos seres suprahumanos, sino que fueron entregados personalmente por él y nada menos que grabados en piedra, si es que hemos de creer a lo que por más de tres mil años ha venido enseñando el judeo-cristianismo. En el libro más respetado en todo el mundo occidental, se nos dice que un ser llamado Yahvé se apareció en una nube desde la que se comunicaba con los humanos. Una nube que según leemos en el Pentateuco, hacía cosas muy extrañas para ser una nube normal. Este señor, al que acompañaban otros seres suprahumanos dotados de extraordinarios poderes (que por otro lado eran bastante parecidos en sus pasiones a los hombres y que con mucha frecuencia se inmiscuían abiertamente en sus vidas) estuvo apare­ciéndose de la misma manera durante varios siglos a todo el pue­blo hebreo y de una manera personal a diversos individuos a los que les indicaba cuál era su voluntad específica en aquel momento. Estos seres suprahumanos a los que nos referimos, se presenta­ban siempre como enviados por aquel ser que se presentó en el monte Sinaí; y el mismo Cristo —al que, como ya he dicho, consideramos no como uno de estos seres suprahumanos, sino como a un humano extraordinario— se presentó siempre como un enviado de aquel señor del Sinaí al que él llamaba su «padre». Posteriormente en el cristianismo, las apariciones de todo tipo de seres no humanos, o humanos ya glorificados, son cosas completamente normales y admitidas por las autoridades de la Iglesia. Negar ahora estos hechos, tal como pretenden hacerlo algunos teó­logos modernos, es querer tapar el sol con un dedo.

A los que nos digan que Dios tiene el derecho de manifestarse como quiera y a los que nos presenten la teofanía del judeo-cristianismo como algo único, les diremos que si bien es cierto que Dios tiene el derecho de presentarse como quiera, no es lógico que lo haga con todas las extrañísimas circunstancias con que lo hizo en el caso del pueblo hebreo y por otro lado no estaremos de acuerdo de ninguna manera, en que el caso judeo-cristiano sea un caso único. Muy por el contrario, nos encontramos con que la manera de manifestarse Yahvé al pueblo hebreo, no difiere funda­mentalmente en nada, de la manera que otros dioses usaron para manifestarse a sus «pueblos escogidos»; porque como ya dijimos, estos seres suprahumanos gustan de «escoger» un pueblo en el que centran sus intervenciones con la raza humana, y en el que influ­yen positiva y negativamente, a veces de una manera muy activa y directa. En este particular el judeo-cristianismo no tiene originali­dad alguna tal como enseguida veremos. Lo que sucede es que los cristianos, al igual que los fieles creyentes de otras religiones, con­centrados en el estudio y en el cumplimiento de sus dogmas y ritos, y aislados por sus líderes religiosos de las creencias y ritos de otros pueblos, han ignorado y continúan ignorando hechos históricos que por sí solos son capaces de sembrar grandes dudas sobre la originalidad y la validez de las propias creencias religiosas.

Las teofanías se repitenLa experiencia de haber sido «adoptados» por un «dios», es casi común a todos los pueblos de la antigüedad, con la circuns­tancia de que esta adopción conllevaba ciertas condiciones que eran también comunes a todos los pueblos: la exigencia de sacrifi­cios sangrientos de una u otra clase, a cambio de una protección (que resultaba ser tan mentirosa y, a la larga, tan poco eficaz como la que Yahvé dispensó al pueblo hebreo). De hecho leemos en una nota de la Biblia de Jerusalén: «En el lenguaje del antiguo Oriente, se reconocía a cada pueblo la ayuda eficaz de su dios particular».

Si bien es cierto que las mitologías y leyendas folklóricas de la antigüedad no tienen en muchos casos prueba alguna documental (aunque en muchos otros casos sí la tienen) nadie puede negar la realidad altamente intrigante de que de hecho muchos pueblos, separados por miles de años y por miles de kilómetros han tenido creencias y practicado ritos muy semejantes; ritos y creencias que, analizados a fondo, se dirían procedentes de un tronco común. Con la peculiaridad de que muchos de estos ritos y creencias son bastante antinaturales e ilógicos, pudiendo uno llegar a la conclu­sión de que no brotaron espontáneamente de la mente de los humanos como una ofrenda a sus «dioses protectores», sino que les fueron impuestos a los terrícolas por alguien que, a lo largo de los siglos, ha conservado los mismos gustos retorcidos, contradic­torios y en muchos casos crueles.
Paralelos entre las teofanías.

Volviendo al caso histórico del pueblo hebreo, y dejando de lado a los otros dioses de los pueblos de Mesopotamia, tan desconcertantemente parecidos a Yahvé y contra los que éste tenía tan tremendos celos (Baal, Moloc, Nabú, Aserá, Bel, Milkom, Oanes, Kemos, Dagón, etc.) vamos a fijarnos en una experiencia específica y extraña exigida por Yahvé al pueblo hebreo y vamos a encontrarnos con otro pueblo (separado del pueblo hebreo por unos 10.000 kilómetros en el espacio y por unos 3.000 años en el tiempo) al que su «dios protector» le hizo pasar por la misma extraña experiencia.

Me refiero al hecho de andar errantes por muchos años antes de llegar a la «tierra prometida» y bajo el mandato específico y la dirección inmediata de Yahvé. El lector que quiera conocer más a fondo los detalles de todo este peregrinar no tiene más que leer el libro del Éxodo, que es uno de los cinco primeros que componen la Biblia.
Hebreos y aztecas. Pues bien, esta extraña aventura —que tiene que haber resul­tado penosísima para el pueblo judío— la vemos repetida con unos paralelos asombrosos e incomprensibles en el pueblo azteca. Según las tradiciones de este pueblo, hace aproximadamente unos 800 años que su dios Huitzilopochtli se les apareció y les dijo que tenían que abandonar la región en que habitaban y comenzar a desplazarse hacia el sur «hasta que encontrasen un lugar en el que verían un águila devorando a una serpiente». En este lugar se asentarían y él los convertiría en un gran pueblo.

La región en que por aquel entonces habitaban los aztecas estaba en lo que hoy es terreno norteamericano —probablemente entre los estados de Arizona y Utah— y por lo tanto su peregrinar hasta Tenochtitlán fue notablemente más extenso que el que a los hijos de Abraham les exigió su «protector» Yahvé. La caminata de los «Hijos de la Grulla» (como tradicionalmente se llamaba a los aztecas) fue de no menos de tres mil kilómetros y no precisamente por grandes carreteras sino teniendo que atravesar vastos desiertos y zonas abruptas y de densa vegetación que ciertamente tuvieron que poner a prueba su fe en la palabra de su dios Huitzilopochtli.

Pero por fin, después de mucho caminar encontraron en una pequeña isla, en medio del lago Texcoco, el águila de la profecía devorando una serpiente en lo alto de un nopal. Esta pequeña isla estaba exactamente donde ahora está la impresionante plaza del Zócalo, en medio de la ciudad de México. La febril actividad constructora de los aztecas —muy influenciada por otros dos pueblos que anteriormente se habían distinguido mucho por sus grandes construcciones: los olmecas y los toltecas— pronto convirtió aquellos lugares pantanosos, en la gran ciudad con la que se encontraron los españoles cuando llegaron a principios del siglo XVI. Hoy día ya apenas si quedan algunas partes con agua del lago Texcoco, pero cuando llegaron los azte­cas, allá por el año 1325, el lago ocupaba una superficie notable­mente mayor del valle de México.

Con lo dicho hasta aquí, no podríamos encontrar sino un paralelo genérico con lo que les aconteció a los hebreos, y cierta­mente no tendríamos derecho a esgrimirlo como un argumento en * favor de nuestra tesis. Pero si consideramos cuidadosamente todos los detalles de la historia de la peregrinación azteca, nos encontra­remos con muchas otras circunstancias muy sospechosas. Helas aquí:

— La personalidad de Yahvé era muy parecida a la de Huitzilopochtli. Ambos querían ser considerados como protectores y hasta como padres, pero eran tremendamente exigentes, implaca­bles en sus frecuentes castigos y muy prontos a la ira.
—  Ambos les dijeron a sus pueblos escogidos, que abandona­sen la tierra en que habitaban. Yahvé lo hizo primeramente con Abraham haciendo que dejase Caldea y lo hizo posteriormente con Moisés forzándolo a que abandonase Egipto al frente de todo su pueblo.
—  Ambos acompañaron «personalmente» a sus protegidos a lo largo de toda la peregrinación, ayudándolos directamente a superar las muchas dificultades con que se iban encontrando en su camino.
—  Yahvé los acompañaba en forma de una extraña columna de fuego y humo que lo mismo los alumbraba por la noche que les daba sombra por el día, y les señalaba el camino por donde tenían que ir, haciendo además muchos otros menesteres tan extraños y útiles como apartar las aguas del mar para que pudiesen pasar de una orilla a otra, etc. Huitzilopochtli acompañó a los aztecas en forma de un pájaro, que según la tradición era una gran águila blanca que les iba mostrando la dirección en que tenían que avan­zar en su larguísima peregrinación.

—  Este peregrinar en ninguno de los casos fue de días o semanas. En el caso judío, Yahvé, extrañísimamente, se dio gusto haciéndoles dar rodeos por el inhóspito desierto del Sinaí durante 40 años (cuando podían haber hecho el camino en tres meses). Huitzilopochtli fue todavía más errático y desconsiderado en su liderazgo, pues tuvo a sus protegidos vagando dos siglos aproxi­madamente, hasta que por fin los estableció en el lugar de la actual ciudad de México.

—  Si el tiempo que ambos pueblos anduvieron errantes no fue breve, tampoco lo fue la distancia que tuvieron que cubrir. Pri­mero Abraham fue desde Caldea a Egipto de donde volvió a los pocos años. Pero enseguida vemos a su nieto Jacob volver de nuevo a Egipto (siempre bajo la mirada de Yahvé, que era el que propiciaba todas estas idas y venidas) hasta que, al cabo de unos dos o tres siglos, vemos a todo el pueblo hebreo —por aquel entonces ya numerosísimo— de vuelta hacia la tierra prometida capitaneado por Moisés, pero dirigido desde las alturas por aque­lla nube en la que se ocultaba Yahvé. La distancia que tenía que recorrer el pueblo hebreo era, teóricamente, de unos 300 kilóme­tros; pero Yahvé se encargó de estirar esos 300 kilómetros hasta convertirlos en más de mil. La distancia recorrida por el pueblo azteca fue mucho mayor, ya que no debió de ser inferior a los tres mil kilómetros, distancia que fue fielmente recorrida por las seis tribus que inicialmente se pusieron en camino.

— Ambos pueblos tuvieron que enfrentarse a un sinnúmero de tribus y pueblos que ya habitaban la «tierra prometida» cuando llegaron los «pueblos escogidos». Los amorreos, filisteos, gebuseos, gabaonitas, amalecitas, etc., que a cada paso nos encontra­mos en la Biblia en guerra con los judíos, tienen su contrapartida americana en los chichimecas, tlaxcaltecas, otomíes, tepanecas, xochimilcos, etc., con quienes tuvieron que enfrentarse los aztecas en su peregrinaje hacia Tenochtitlán.

—  Ambos pueblos, en cuanto fueron adoptados por sus respectivos dioses protectores, comenzaron a multiplicarse rápidamente, pero sobre todo en cuanto llegaron al lugar prometido y: establecieron en él, se hicieron muy fuertes y pasaron a ser le, pueblos dominantes en toda la región, avasallando a sus vecinos» Ambos pueblos llegaron a la cúspide de su desarrollo aproximadamente  a  los  dos  siglos de  haberse  establecido en  la  tierra prometida.

—  Ambos pueblos fueron adoctrinados en un rito tan raro como es la circuncisión. Este es un «detalle» tan extraño que, induce a sospechar muchas cosas, entre ellas, que Yahvé y Huitzilopochtli eran hermanos gemelos en sus gustos.
                         
—  Tanto Yahvé como Huitzilopochtli les exigían a sus pueblos sacrificios de sangre. Entre los hebreos esta sangre era de animales, pero entre los aztecas la sangre era frecuentemente humana, como en la dedicación del gran templo de Tenochtitlán cuando, según los  historiadores,  se  sacrificaron varios miles de prisioneros, abriéndoles el pecho de un tajo y arrancándoles el corazón, toda­vía latiendo y sangrante, para ofrecérselo a Huitzilopochtli.. Yahvé, a primera vista no llegaba a tanta barbarie, pero parece que a veces acariciaba la idea. Recordemos si no, el abusivo sacrificio que le exigió a Abraham de su hijo Isaac (y que sólo a última hora impidió) y el menos conocido de la hija de Jefté (Jue. 13). Este caudillo israelita le prometió a Yahvé que mandaría sacrificar al primer ser viviente que se le presentase a la vuelta al campamento, si Yahvé le concedía la victoria sobre los ammonitas. Cuando volvía victorioso de la batalla, la primera que le salió al encuentro para felicitarle fue su propia hija. Y Yahvé, que con tanta facilidad le comunicaba sus deseos a su pueblo, no dijo nada y permitió que Jefté cumpliese su bárbaro juramento. Y éste no es el único ejem­plo de este tipo.
(Y conste que no decimos nada —para no extendernos— de los auténticos ríos de sangre que el propio Yahvé causó con las continuas batallas a las que forzó durante tantos años a su pueblo. ríos de sangre que a veces provenían exclusivamente de su pueblo escogido cuando «se encendía su ira contra ellos» cosa que sucedía (con bastante frecuencia).

- Tanto Yahvé como Huitzilopochtli abandonaron de una manera inexplicable a sus respectivos pueblos cuando éstos más los necesitaban. Yahvé —que ya estaba bastante escondido desde hacía varios siglos— se desapareció definitivamente a la llegada de los romanos a Palestina, y Huitzilopochtli hizo lo mismo cuando llegaron los españoles; y a partir de entonces, la identidad de los aztecas como pueblo, se ha disuelto en el variadísimo mestizaje de la gran nación mexicana. (Es muy dudoso, por no decir imposible, que los aztecas, pese a las promesas de su protector, logren el supremo y desesperado acto de supervivencia de los israelitas, de volver a resucitar como un pueblo de historia y características propias).

— Por supuesto, como no podía ser menos, ambos pueblos fueron instruidos detalladamente acerca de cómo habían de cons­truir un gran templo en el lugar en donde definitivamente se instalasen. (Este es otro «detalle», como más adelante veremos, que ha sido básico en todas las apariciones religiosas a lo largo de la historia).

— Por si todos estos paralelos no fuesen suficientes," nos encontramos todavía con otro, que le confieso al lector que a mí me produjo una profunda impresión cuando lo encontré ingenua­mente relatado por fray Diego Duran, uno de los muchos frailes franciscanos que escribieron las crónicas de los primeros tiempos del descubrimiento de las Américas, basados en lo que los propios indios les contaban. El buen fraile, en su relato de las creencias de los antepasados de los aztecas, nos cuenta (por supuesto, con una cierta lástima ante el paganismo «demoníaco» en que se hallaban sumidos aque­llos pueblos) que cuando el pueblo entero avanzaba hacia el sur, siguiendo siempre a la gran águila blanca que los dirigía desde el cielo, lo primero que hacían al llegar a un lugar, era construir un pequeño templo para depositar en él el arca que transportaban mediante la cual se comunicaban con su dios.

Este detalle de llevar también un arca, al igual que los hebreos, y de considerarla de gran importancia pues era el vínculo que tenían con su protector, es algo que me sumió en profundas reflexiones y que me hizo llegar a la conclusión de que algunos de estos «espíritus que están en las alturas» —tal como los denomina San Pablo— tienen gustos muy afines. Y puede ser que no sólo gustos, sino también necesidades, cuantas veces se asoman a nuestro mundo, o a nuestra dimensión, en donde no pueden actuar tan naturalmente como lo hacen cuando están en su elemento.

—  Todavía como un último paralelo, podríamos añadir lo siguiente: Si el Yahvé de los hebreos tuvo su contrapartida ameri­cana en Huitzilopoctli, el Cristo judío, en cierta manera reforma­dor de los mandamientos de Yahvé, tuvo su contrapartida en Quetzalcoatl, el mensajero de Dios, instructor y salvador del pue­blo azteca, que, como Cristo, apareció en este mundo de una manera un tanto misteriosa; fue aparentemente un hombre corno él, y como él, se fue de la tierra de una manera igualmente extraña, prometiendo ambos que algún día volverían.

— Hasta aquí llegaban los paralelos que personalmente había investigado hace ya unos cuantos años; pero la lectura del libro de Pedro Ferriz «¿Dónde quedó el Arca de la Alianza?», ha dado pábulo a mis sospechas y a mis paralelos, con los detalles que allí aporta.

Uno de ellos es el curioso «cambio de nombres». Resulta que Huitzilopoctli tenía la misma «manía» que Yahvé (Abram-Abraham, Sarai-Sara, Jacob-Israel) y hasta que el mismo Jesu­cristo (Kefas, Boanerjes). Y por cierto la misma «manía» que encontramos en los modernos «extraterrestres» que con gran fre­cuencia les cambian el nombre a sus contactados.

—  Pero no sólo eso sino que el Moisés azteca, —que era el único que hablaba con Huitzilopochtli, según Ferriz- se llamaba "Mexi y su hermana (¡porque también tenía una influyente herma­na!) se llamaba Malínal. Pues bien, fonéticamente, Meshi se parece a Moshe (Moisés en la versión fonética castellana), y Malínal a María. Y aunque al lector este paralelo pueda parecerle una exage­ración traída por los pelos, debería saber que estos «parecidos» en cuestión de nombres propios, son algo con lo que nos encontra­mos frecuentemente en el mundo de lo religioso-paranormal (Chishna-Cristo; Maturea-Matarea, etc.) y son algo normal en el mundo esotérico. Son chispazos de la Magia Cósmica que escapan a nuestra lógica.

Hasta aquí los paralelos entre el peregrinar del pueblo hebreo y el peregrinar del pueblo azteca. Si todas estas similitudes las encontrásemos únicamente entre estos dos pueblos, podríamos achacárselas tranquilamente a pura coincidencia casual. Pero lo que se hace tremendamente sospechoso es que éstas y otras «coin­cidencias» las encontramos en gran abundancia en muchos otros pueblos de la Tierra, separados por miles de años y por miles de kilómetros*.


Teofanía de los mormones
En nuestro intento por presentarle al lector pruebas o testimonios de la existencia de los dioses, nos fijaremos ahora en el hecho histórico de la aparición y posterior expansión de la religión mormona. Ya no se trata de hechos difuminados por el paso de los siglos —tal como sucede en el caso de hebreos y aztecas— sino de un hecho casi contemporáneo a nosotros -absolutamente con­temporáneo con el nacimiento de la nación norteamericana— y perfectamente documentado y hasta notarizado. De todo él podemos tener menos dudas que de muchos otros hechos que hoy son perfectamente admitidos como históricos. Naturalmente, el que no se interese por investigarlos o no quiera admitirlos como histó­ricos, por muchas que sean las pruebas que se le presenten, seguirá repitiendo insensatamente que tales hechos no han existido.

* A manera de apéndice final, en mi libro «Israel Pueblo-Contado» pongo el caso de una tribu negra del Zaire, a la que, aparte de otros curiosísimos paralelos con el pueblo hebreo, su «Yahvé» —que en este caso se llamaba Murl— les enseñó e impuso la circuncisión (!).

Joseph Smith era un joven y humilde campesino que allá por] el año 1823 vivía en el estado de Nueva York, cerca de la actual ciudad de Elmira. Un buen día cuando se hallaba dedicado a la oración, mientras hacía un alto en su labor de arada de la heredad; paterna, vio cómo repentinamente delante de él tomaba forma una figura luminosa y «celestial» que dijo ser el ángel Moroni. Este ser siguió apareciéndosele en fechas sucesivas y lo fue instruyendo acerca de lo que en el futuro debería hacer, sobre todo en relación con sus ideas religiosas que quería que fuese diseminando entre sus familiares y vecinos.

De nuevo estamos ante un caso en que alguien dice que tuvo una visión. Pero en este caso, este alguien tuvo pruebas de que la visión .no era fruto de su imaginación. El ángel Moroni le dijo que le iba a entregar una especie de tablas de oro, escritas en caracteres antiguos (que él le enseñaría a descifrar) en las que estaba la historia antigua de Pueblos llegados por mar desde Europa, que habían habitado Norteamérica, y las creencias que tanto Joseph Smith como sus seguidores deberían sustentar en adelante.

El misterioso ser cumplió su palabra y un buen día le dijo que' debajo de cierta piedra en el campo encontraría las tablas o lámi­nas de oro; que podía llevárselas durante un tiempo para traducirlas y dárselas a examinar a peritos que testimoniasen de su existencia. Así lo hizo J. Smith y no sólo en una sino en dos ocasiones se levantó acta ante notario y más de diez testigos, de la existencia y pormenores de dichas tablas, describiéndolas en detalle en cuanto a peso, forma, número de ellas y contenido. En ambos testimonios escritos (que se guardan con gran celo en el templo central de la Iglesia Mormona de Utah) se hace constar ex profeso que dichas tablas fueron examinadas por expertos y especialistas en metales y que todos estuvieron de acuerdo en que eran de oro puro y si se hubiesen de cotizar según el precio corriente del metal, tendrían un gran valor por la gran cantidad del mismo que] contenían.

Tal como le había dicho «el ángel» y una vez traducidas y transcritas, Joseph Smith las colocó en el sitio en que le indicó su celestial confidente, y ya nunca más las volvió a ver. El contenido de dichas tablas es lo que constituye la mayor parte de las «sagra­das escrituras» de la Iglesia mormona que pueden ser adquiridas en cualquier librería o biblioteca.

Asegurado el joven campesino en sus creencias con todos estos hechos de los que no podía tener la menor duda, y auxiliado por todas las personas que fueron igualmente testigos de estos y otros hechos paranormales (o «sobrenaturales» según la creencia de ellos) comenzó a extender la nueva religión de la «Iglesia de Jesu­cristo de los santos de los últimos días», tal como la denominó oficialmente.

Posteriormente veremos cómo en el movimiento religioso de Joseph Smith se cumple una de las tres leyes a las que los dioses se atienen cuando lanzan una nueva religión: en este caso particular se la entroncó con el ya existente movimiento o pensamiento cristiano, aunque se le hizo tomar un nuevo rumbo «renovador» desde el punto de vista de los mormones, y «herético» desde el punto de vista de los cristianos tradicionales.

Sin embargo lo que ahora nos interesa, y el objeto principal de haber traído a colación el caso de los mormones, es la circunstan­cia de las pruebas concretas (y demostrables desde un punto de vista estrictamente histórico), del hecho de la aparición de un ser extrahumano a un mortal al que adoctrinó extensamente acerca de toda una serie de creencias y ritos. Creencias y ritos que dieron lugar —a pesar de las innumerables dificultades presentadas por los practicantes de otras creencias— a la actual Iglesia Mormona, firmemente establecida en el medio-oeste de los Estados Unidos y con una fuerza expansionista superior a la de la mayoría de las religiones seculares y clásicas; sus misioneros pueden ser vistos en casi todas las grandes y medianas ciudades de la mayor parte de las naciones del mundo.

El lector se pasmaría si conociese la enorme semejanza que existe entre lo que le sucedió a Joseph Smith y lo que les ha sucedido a muchísimos otros seres humanos: no sólo a famosos iniciadores o reformadores de religiones, sino a simples mortales cuyos casos nunca fueron reconocidos por sus coterráneos por juzgarlos puras invenciones de su exaltada imaginación.

Por muchos años me resistí a admitir la realidad o la objetivi­dad de semejantes apariciones, sobre todo de aquéllas que se daban fuera del seno de la Iglesia católica. Ello era el fruto de la cerrada educación religiosa que había recibido en mi familia, y dicho más crudamente, del fanatismo glorificado y racionalizado en el que yo vivía y en el que viven tantas gentes que se creen de «mente abierta».

En la actualidad estoy absolutamente convencido de que muchas de las apariciones que la gente dice haber tenido, tienen algún grado de objetividad y se dan no sólo en el seno del cristia­nismo sino en todas las religiones, y en algunas de ellas, con mucha mayor abundancia que en el catolicismo.

No sólo eso, sino que estoy convencido de que estas intromi­siones directas y visibles de los dioses en las vidas humanas, se dan también fuera del contexto religioso, bajo otros nombres y en otros marcos que no tienen nada que ver con lo religioso; por ejemplo bajo la forma de «espíritus-guía», «maestros superiores», «extraterrestes», etc. El maestro Rosso de Luna, a estos seres no humanos que con frecuencia irrumpen en las vidas humanas, les llama «jiñas», una palabra que tiene profundas raíces lingüísticas y que en castellano tiene otra manifestación más conocida, que es la palabra «genio» (en el sentido de duende o deidad menor).

Por extraño que al lector pueda parecerle, hay personas que tienen un trato personal con estos jiñas, que se manifiestan con una entidad física indistinguible de la de cualquier ser humano; y el contacto se hace no sólo en lo alto de montañas o en lugares secretos, sino que algunos de ellos reciben tranquilamente en sus casas a estos misteriosos visitantes, siendo de ello testigos todo el resto de la familia; si bien hay que notar que el trato del jiña y sus conversaciones, suelen circunscribirse casi exclusivamente al hu­mano con quien él quiere relacionarse. Y tengo que confesarle al lector que en la actualidad tengo escritas las vidas de dos de estos jiñas y de sus relaciones con dos seres humanos diferentes (un hombre y una mujer), con multitud de testigos que dan fe de haberlos visto y hasta de haber hablado con ellos. (Por supuesto, sin que estos testigos supiesen que estaban tratando con un ser no humano). El día que los seres humanos a los que me refiero —y con los que me une una estrecha amistad— me den permiso, -publicaré o daré a conocer hechos interesantísimos.

Los ovnis como teofanía
En líneas anteriores dijimos que este fenómeno de la «apari­ción» de un ser extrahumano a un ser humano y de la subsiguiente «iluminación» de la mente del ser humano, es algo que se ha dado siempre y que se sigue dando en la actualidad con no menos frecuencia que en tiempos pasados. Estamos tratando de probar esta afirmación; y la prueba en este caso, aunque esté velada con otros nombres y con otras circunstancias, nos la van a facilitar las agencias de noticias más famosas y los periódicos del mundo entero. La prueba la englobaremos en eso que se llama «fenómeno ovni», que es algo mucho más profundo de lo que se suele leer en la mayor parte de revistas y periódicos y hasta de libros que tratan específicamente del tema.

El fenómeno de los objetos volantes no identificados, gústele a la ciencia o no, es algo que está en la mente de todas las personas civilizadas del planeta y es algo, que pese a las reiteradas censuras y campañas en contra, aflora constantemente a las páginas, panta­llas y ondas de todos los medios masivos de comunicación. El "fenómeno ovni es. en un aspecto, un síntoma de esta constante Comunicación de los dioses con los mortales y en otro aspecto, es el medio que en la actualidad los dioses usan para ponerse en contacto con nosotros.

'" Hoy día, imbuidas nuestras mentes de viajes extraterrestres y Cósmicos, y excitada nuestra imaginación por adelantos técnicos y electrónicos desconocidos por nuestros antepasados, interpreta­mos este fenómeno conforme a nuestros contenidos de conciencia; lo mismo que ellos los interpretaban de acuerdo a los suyos. Sin embargo hay que notar que si bien nuestros antepasados se equi­vocaban en ábsolutizar y magnificar lo que sus ojos veían (convir­tiéndolo en objeto de adoración) estaban más cercanos a la verdad que nosotros, cuando los convertimos en meros visitantes extraterrestres (y muchísimo más cuando los achacamos a puras alucinaciones de psicópatas). El fenómeno ovni es mucho más que la mera visita de unos señores habitantes de otros planetas, y tiene mucha más relación con el fenómeno religioso que con los viaje de astronautas extraterrestres.

Cuando uno se asoma por primera vez al fenómeno ovni ; lógicamente, desconoce toda su profundidad (su variadísima ilógica casuística, su enorme influencia en la psicología humana su trascendencia sociológica, su componente físico y, más en concreto, electromagnético y radiante, etc.) tiende a explicárselo con un fenómeno de viajes y viajeros interplanetarios más avanzado pero al fin de cuentas, paralelo al fenómeno que desde hace do décadas está teniendo lugar en nuestro planeta, en donde después de miles de años de aislamiento, la raza humana ha sido capaz de vencer la fuerza de la gravedad y de remontarse más allá de la atmósfera en misiones investigadoras hacia otros cuerpos celestes.

Esto es lo que a primera vista se presenta y lo que, en un principio, explicó la presencia de tantos extraños vehículos en nuestros cielos. Pero a medida que se siguió investigando y profundizando en el fenómeno, se vio, no sin pasmo, que la cosa no era tan sencilla y que la explicación que en un principio se había dado, estaba lejos de dar una solución total al problema.

Un ovnílogo consciente y verdaderamente experimentado (cosa que no siempre sucede entre los que se creen conocedores de fenómeno) no negará la posibilidad y aun la probabilidad de que parte del fenómeno sea lo que aparenta ser, es decir naves de procedencia extraterrestre —teledirigidas o tripuladas personalmente— que vienen a nuestro planeta con fines exploratorios, de la misma manera que nosotros nos asomamos a la Luna o  Marte. Pero todavía queda un enorme sector del fenómeno para quienes esta explicación es claramente insuficiente.

Y en llegando a este punto, no cabe otro remedio que explicarle al lector, aunque sólo sea de una manera general, en que consiste el fenómeno ovni y en ponerlo al tanto de ciertas particu laridades que no suelen ser tenidas en cuenta en los despachos de prensa que tan a menudo se leen en los medios informativos.

El llamado «fenómeno ovni» consiste fundamentalmente en ciertos objetos que surcan nuestra atmósfera (aunque también pueden manifestarse sobre la tierra o en el mar) que dan la impre­sión de estar dirigidos por seres inteligentes (en innumerables oca­siones se ha visto a sus tripulantes bajar de los aparatos y muchos hombres y mujeres han hablado con ellos) que no son seres huma­nos como nosotros; sin embargo a pesar de todos los esfuerzos que se han hecho para dilucidar su procedencia, su constitución física, sus intenciones, sus métodos de propulsión y mil otras circunstan­cias relacionadas con ellos, hasta hoy no podemos conocer con exactitud casi ninguna de estas circunstancias ya que los datos que de ellos hemos obtenido, bien sea por investigaciones nuestras, bien por lo que ellos mismos nos han dicho, son completamente contradictorios y en muchísimas ocasiones totalmente absurdos. Sin embargo el hecho de su presencia entre nosotros es innegable y confirmado por cientos de miles de testigos en todas las épocas y en todas las latitudes.

Esta falta de un consenso en cuanto a muchas de sus peculiari­dades, no quiere decir que no hayamos progresado mucho en la comprensión de todo el fenómeno y que no hayamos ido descu­briendo muchas de sus raíces profundas, que estaban totalmente ocultas no sólo para nuestros antepasados, sino para los que hace sólo treinta años comenzaron a estudiar el fenómeno.A pesar de que muchos de los estudiosos siguen todavía en sus investigaciones en un nivel bastante rudimentario y se niegan a admitir ciertas implicaciones psíquicas del fenómeno, sin embargo en la actualidad ya los mejores investigadores saben que el fenó­meno es en sus manifestaciones variadísimo y, como dijimos, en gran manera contradictorio de sí mismo. Saben también que no es lo que parece ser a primera vista, siendo por lo tanto en una gran medida engañoso; o dicho en otras palabras, que induce facil­mente al error del que lo observa o estudia. Saben que tras hechos que aparentemente tienen una finalidad, se ocultan otras intencio­nes mucho más profundas y a largo plazo; y saben finalmente que todo el fenómeno es altamente peligroso para el psiquismo del que se acerca a él sin las debidas cautelas.

En realidad sabemos sobre el fenómeno otras muchas cosas que son aún más importantes para el hombre; pero estas otras cosas —que son precisamente las que el autor quiere comunicarle de una manera especial al lector— son de más difícil comprensión y admisión y por eso las iremos exponiendo a lo largo del libro y las haremos objeto de especiales análisis.

Para que el lector no pierda el hilo de las ideas, le recordare­mos que la razón de haber traído el fenómeno ovni, fue para demostrarle o por lo menos para aminorar su resistencia a admitir las «apariciones» en nuestro mundo, de seres no humanos. En el fenómeno ovni se podrán encontrar, atestiguado por todas las agencias de noticias del mundo, con miles de tales casos, aunque en sus circunstancias difieran de cómo nos lo habían contado los historiadores de otros tiempos. Más tarde veremos que, a pesar de las variantes, se trata del mismo fenómeno.
Nuestro problema consiste por lo tanto, en relacionar y, mejor aún, en identificar estos avistamientos modernos de que nos hablan los periódicos, con las visiones de que nos hablaban los místicos (que han constituido por siglos el origen y la esencia de todas las religiones sin excluir al cristianismo) y con los «prodi­gios» de que nos hablan todos los historiadores griegos y latinos, al igual que los libros sagrados de todas las religiones.

En las visiones de los antiguos podemos estudiar más clara­mente las intenciones de los que se les aparecían, ya que clara­mente les indicaban su voluntad, les decían cuál era la conducta que debían seguir hacia ellos, y no tenían reparo en decir quiénes eran (aunque mintiesen en la gran mayoría de los casos); sin embargo, el problema con que nos confrontamos en estas visiones o apariciones de la antigüedad, es la imposibilidad de probar su realidad objetiva, debido al tiempo que desde ellas ha transcu­rrido, y debido a que han llegado hasta nosotros mezcladas con muchos elementos míticos o legendarios que en muchos casos las hacen difícilmente admisibles.

En cambio, las visiones modernas (procedentes del fenómeno ovni), si bien carecen de esa diafanidad en sus intenciones y se nos presentan de una manera mucho más contradictoria en su conte­nido ideológico, tienen por otro lado algo que echábamos de menos en las antiguas: son perfectamente comprobables. Si logra­mos, por lo tanto, identificar las visiones modernas con las anti­guas, habremos dado un gran paso de avance para dilucidar la esencia de todas ellas, ya que lo que les faltaba a unas lo encontra­mos en las otras y viceversa.
Esta labor de identificación de ambos fenómenos es la que ha venido haciendo la ovnilogía más avanzada en la última década, por más que algunos investigadores del fenómeno no hayan sido capaces de superar las etapas iniciales de esta importantísima cien­cia y continúen investigando miopemente ciertos aspectos secun­darios de ella.


Hoy no tenemos absolutamente ninguna duda de que lo que los antiguos llamaban «los dioses» —y los enmarcaban en todo un complejo sistema de creencias y ritos— es exactamente lo mismo que los modernos denominamos con el genérico término de «fenó­meno ovni», cuando éste se entiende en toda su amplitud y pro­fundidad. Es decir, las inteligencias que están detrás del llamado fenómeno ovni, son las mismas que los antiguos personalizaban en los diferentes dioses. En aquellos tiempos, estas inteligencias creyeron más oportuno (y menos riesgoso para ellas) el presen­tarse de aquella manera; mientras que en nuestros tiempos (ante una humanidad mucho más avanzada tecnológicamente) han creído más oportuno presentarse bajo apariencias más fácilmente asimilables o tolerables por los hombres de hoy. Pero las intencio­nes de su presencia entre nosotros, o de su intromisión en nuestras vidas, son en el fondo, las mismas.

Será por lo tanto muy oportuno estudiar con una mirada panorámica, cuál ha sido el efecto de su injerencia en las vidas de nuestros antepasados, ya que esto podría darnos alguna directriz en cuanto a cómo deberían ser nuestras relaciones con ellos o cómo debería ser nuestra reacción a su presencia entre nosotros. Pero antes de iniciar esta tarea, tendremos que profundizar un poco  más en  quiénes  son  estos dioses de los que venimos hablando; cómo son en sí mismos; cuáles son sus cualidades o defectos; sus relaciones entre ellos mismos y con el Dios del Uni­verso, al que muchos de ellos han querido suplantar en la mente de los hombres; cuáles son sus poderes y sus debilidades; hasta dónde llegan sus conocimientos; cuáles son sus normas morales, si es que tienen algunas; su relación con nuestro continuo espacio-tiempo, etc., etc.

Aunque al escéptico, se le haga muy difícil admitir que los hombres podamos saber nada acerca de estas interioridades (de unos seres de cuya misma existencia duda) la realidad es que, dada la larguísima relación de estos seres con la raza humana, ésta, una vez que ha llegado a una cierta madurez intelectual, ya ha comen­zado a atar cabos y a encontrar ciertas leyes profundas que rigen la conducta de estos seres inteligentes no humanos; leyes que hasta ahora no habían podido descubrir, debido en parte a su falta de madurez histórica y cultural y en parte al cuidado que los mismos dioses han tenido a lo largo de los siglos en disimular no sólo sus intenciones con respecto a la raza humana sino hasta su presencia en nuestro planeta y en muchísimas ocasiones, su presencia física en medio de nuestras ciudades*.

* Me doy cuenta de que mi exposición del fenómeno ovni es demasiado escueta y el que lo desconoce o no cree en él, desearía más datos y más pruebas; pero ese no es el objeto de este capítulo ni de este libro. Sin embargo a lo largo de él irán saliendo multitud de datos y pruebas. Yo doy por asentado el fenómeno y remito al lector incrédulo a muchos otros libros sobre este tema, escritos algunos de ellos por científicos de primera línea. La verdad es que no admitir hoy día la existencia del fenómeno ovni, después de la enorme cantidad de testimonios y pruebas que sobre él se han aportado, es demostrar una cerrazón de mente nada envidiable.