Lo prometido es deuda. les prometí publicar una síntesis y el epílogo del último libro de Zecharia Sitchin:
Hubo Gigantes en la Tierra; y hoy después de meditarlo largamente me atrevo a hacerlo. Y lo medité largamente porque no es fácil resumir la grandeza de la obra de tan ilustre investigador; y digo también que fue el último libro de Zecharia en forma literal, porque 5 meses después de publicado este libro, desafortunadamente falleció; o mejor dicho dejó este plano tridimensional terrícola.
Como si fuese una premonición de su muerte física, Zecharia, en la introducción de su libro, en el último párrafo, escribe lo que cito a continuación
¨......concluyo en este libro, mi obra cumbre, que en una antigua tumba se enterraron evidencias físicas irrefutables de la presencia alienígena en el pasado de la Tierra. Se trata de un relato que tiene inmensas implicaciones para nuestros orígenes genéticos, una clave para desvelar los secretos de la salud, la longevidad, la vida y la muerte; es un misterio cuya resolución llevará al lector a una aventura única y finalmente revelará lo que se retuvo de Adán en el jardín del Edén¨.
Creanme que no es una novela, ni cuestión de mitología, son hechos sucedidos en nuestra historia que han sido tergiversados y ocultados por los intereses más oscuros que podamos imaginarnos; por un lado la comunidad científica al servicio de esos perversos intereses negando la historia que precariamente pudo sobrevivir a los ataques arteros de los depredadores, convirtiendo todo lo que no les convenía, ni les conviene todavía, en mitología; y por otra parte las religiones, vendiendo con el miedo y el terror por delante la fe ciega para que nadie cuestione sus malvados dogmas. Aunque lo he escrito en otras oportunidades, repito aquí para los nuevos visitantes y lectores de este blog, que la historia Sumeria, y lo que aquí se narra en este libro es parte de ella, es respaldada por un poco más de 170 años de ardua y meticulosa investigación; no es producto de la imaginación, son millones de horas hombre de mentes brillantes, estudiando cada uno por su lado, a veces, y toda su vida, sólo una pequeña parte de esa grande y emocionante historia. Sitchin es uno más de ellos, pero su mérito mayor fue armar el rompecabezas con las piezas de todas esas investigaciones.
Como les comenté, me es difícil, más complicado de lo que ustedes se imaginan resumir este libro, especialmente porque Zecharia, para llegar a sus conclusiones se va paseando por casi todos sus once libros anteriores donde tuvo la oportunidad de presentar pruebas minuciosas de lo que aquí concluye; y lo hace de esa manera supongo, y lo veo lógico, porque es su obra cumbre como el mismo lo dice y en su epílogo confluye todo el conocimiento que nos legó y quizás, al menos yo lo creo así, el resultado esperado de toda su investigación. Posiblemente nos dejó indicado el camino para que finalmente se consiga uno de los eslabones perdidos.
En su libro El Doceavo Planeta, Sitchin, nos mostró convincentemente, como se formó el planeta Tierra según la historia que quedo escrita en las tablillas de arcilla que legó la civilización sumeria, igualmente nos mostró casi todas las facetas de quienes fueron los primeros colonizadores, conocidos hasta ahora, del planeta Tierra; los anunnaki, o los nefilim o elohim que describe la biblia. Conocer de la vida de esos seres de otro planeta y como nos manipularon genéticamente, no fue poco. Esta información al principio impactó la comunidad científica y no menos la comunidad religiosa, y que no decir de la comunidad política, aunque esta, como siempre actuó y continúa actuando soterradamente y pudo disimularlo un poco más. Sin embargo a medida que la ciencia moderna fue haciendo avances a pasos agigantados, comenzaron a darle la razón a Zecharia. Por este motivo no veo porque dudar ahora de sus afirmaciones.
Pero, si su primer libro, estremeció las comunidades que mencioné, esta conclusión de su obra maestra lo es más. Zecharia le está diciendo a la comunidad científica y al mundo en general donde están las evidencias de los orígenes extraterrestres de la humanidad.
El libro Hubo Gigantes en la Tierra, lo escribe Sitchin en 18 capítulos, que se los voy a mencionar porque decidí que voy a concentrar mi resumen solamente en los capítulos 16 y 17, más el 18, que es el epílogo y se los estoy transcribiendo literalmente. Los capítulos son los siguientes: 1) Introducción Y sucedió que..., 2) La Búsqueda de Alejandro de la inmortalidad, 3) En los días anteriores al Diluvio, 4) En busca de Noé, 5) Sumer: Allí donde comenzó la civilización, 6) Cuando la realeza descendió del Cielo, 7) Un planeta llamado Nibiru, 8) De los annunnaki y los igigi, 9) Un siervo a la medida, 10) Dioses y otros antepasados, 11) De patriarcas y semidioses, 12) En la Tierra había gigantes, 13) La inmortalidad: la gran ilusión, 14) Los albores de la diosa, 15) La gloria del imperio y los vientos de perdición, 16) Enterrados con todo su esplendor, 17) La diosa que no se marchó y por último, el epílogo que les estoy publicando 18) Los orígenes alienígenas de la humanidad: las evidencias.
Antes de comenzar la síntesis del capítulo de
Enterrados con todo su esplendor, quiero comunicarles que si hubiese tenido el honor de titular este libro, lo hubiese titulado tal cual como Zecharia tituló su epílogo y precisamente es el nombre que lleva esta entrega:
Los orígenes alienígenas de la humanidad: las evidencias.
La historia de este libro comenzó a fraguarse en 1922, cuando el arqueólogo británico Leonard Woolley, en una expedición conjunta con el Museo Británico de Londres y el Museo de la Universidad de Pennsylvania de Philadelphia, llegó a la zona de Tell el-Muqayyar en Iraq, para hacer excavaciones en la antigua mesopotamia. A medida que Woolley iba desenterrando muros, objetos y tablillas de arcilla se dio cuenta que estaba excavando la antigua Ur, la famosa Ur de los Caldeos. Sus excavaciones, las realizó, por cierto, durante doce arduos años.
La descripción minuciosa de todas esas excavaciones y todos los enigmáticos y maravillosos objetos encontrados los narra Sitchin de una manera magistral, y por esa misma razón le dedica varias páginas, yo, en virtud de la simplicidad y la síntesis, voy a omitir esos detalles tanto como me lo permita la lógica y propósito de la narración; pero además quiero informarles, apreciados lectores, que el propio Leonard Woolley escribió un libro de esta expedición
Las Tumbas Reales de Ur, no he podido acceder al libro, pero debe ser emocionante leer la narrativa del protagonista de estos hechos. Después de haberse maravillado una y otra vez por cada objeto que fue desenterrando, en los linderos de la ciudad, hizo el hallazgo del siglo: se encontró con un cementerio de miles de años de antigüedad, en el se encontraban, listas para develar sus secretos, alrededor de 1.800 tumbas. Habían tumbas desde las épocas predinásticas (antes de que comenzara la realeza) hasta la época de los seléucidas. Había enterramientos encima de enterramientos, en algunos casos los trabajadores tuvieron que excavar zanjas de más de quince metros de profundidad con el fin de cortar los estratos y poder datar mejor la capa de tumbas.
Woolley, fue clasificando las tumbas de acuerdo a los atuendos, enseres, tocados y otras pertenencias que se encontraban en cada fosa. En un extremo de la ciudad desenterrada, en la parte sud-oriental más precisamente, descubrió 600 tumbas completamente diferentes, en todas ellas, con la excepción de 16 tumbas, los cuerpos estaban envueltos en esteras de juncos a manera de sudarios, o bien se habían enterrado dentro de ataudes de madera, algo extraño, puesto que la madera para la época era escasa y cara en Sumer. los enigmas continuaban aflorando y Woolley desenterró aquellas dieciséis, tumbas especiales que estaban agrupadas y consiguió hacer un hallazgo sin precedentes. aquellas tumbas eran únicas, no sólo en Sumer, sino en toda mesopotamia, en todo el Oriente Próximo de la Antigüedad; únicas no sólo para su época, sino para todas las épocas. Esto hizo suponer a Woolley que sólo alguién de la máxima importancia debió haber sido enterrado en aquellas tumbas tan especiales. Concluyó, erróneamente, como lo demuestra Sitchin en el transcurso de todo el libro, que se trataba de el rey y su consorte la reina.
Esas 16 tumbas especiales, no eran simples fosas excavadas como para contener un cuerpo, eran cámaras construidas con piedras, tenían techos con forma de cúpula para cuya construcción se requerían avanzados conocimientos de ingeniería para la época; pero además de esos rasgos únicos, algunas de esas tumbas tenían rampas de acceso a una zona más amplia, una especie de patio que conducía a la cámara de la tumba. Como si ya eso no fuese impresionante, se sumaba a ello la opulencia de los objetos que acompañaban los restos. Cuestión esta única en su género para cualquier parte del mundo y para cualquier época.
Ninguno de los materiales utilizados en todos estos objetos (oro, plata, lapislázuli, cornalina, piedras raras, maderas raras) se podían encontrar en Sumer; ni siquiera en mesopotamia. eran materiales que sólo se podía obtener en lugares muy distantes; y aún así, sin importar la rareza y escasez de los mismos se utilizaron con profusión ¿quién podría entonces tener acceso a todas aquellas riquezas y simplemente enterrarlas?.
Entre los objetos, que se encontraron en esas tumbas, estaban unos que habían previamente sido descritos como los utilizados para los actos ceremoniales que se hicieron para Anu en su visita a la Tierra, poco antes de haberse otorgado la civilización a la humanidad por parte de los anunnaki, eso ocurrió aproximadamente en el año 4000 a.c. es decir unos 2000 años antes de estos enterramientos. Anu, era el gobernante de los anunnaki, conocido como el jefe máximo de los dioses. Toda la historia de los anunnaki esta registrada en el resto de la obra de Sitchin.
La conclusión de Sitchin fue de que todos esos objetos debían ser para el uso de los dioses y no de la realeza mortal. Conclusión a la cual no se llegó en su momento, porque en aquellos tiempos se creía que los dioses eran del cielo y no era posible que yacieran en una tumba.
Otro detalle asombroso e inigualable de aquellas tumbas era que los fallecidos no estaban solos: los acompañaban decenas de otros cuerpos enterrados junto a ellos. La descripción de los objetos, de toda la opulencia y peculiaridades únicas que rodeaban a esas tumbas, y en particular dos, está expuesta muy amplia y detalladamente en el libro como para que yo pueda en esta breve síntesis presentarselas a ustedes; razón por la cual sólo les relataré la conclusión a la cual llegó Woolley:
¨que aquellas dieciséis tumbas eran las de reyes y reinas mortales¨. Por supuesto, como les mencioné, su conclusión tenía origen en la idea comúnmente aceptada de que dioses y diosas no eran más que un mito y que no habían existido físicamente; pero Sitchin ante la abundante utilización del oro, los extraordinarios aspectos artísticos y tecnológicos de los objetos y otros detalles que ya hemos señalado, y aún muchos más que me es imposible relatar en este resumen, lo llevaron a la conclusión de que allí fueron enterrados semidioses e incluso dioses, y este hallazgo fue respaldado por el descubrimiento de numerosos sellos cilíndricos inscritos con sus nombres y estandartes.
Una tras otra pista fueron acercando a Sitchin a la conclusión de que allí estaba enterrada una diosa anunnaki pura por la rama de la madre.
La diosa Nin Puabi, quien fue identificada como la reina Shubad porque Woolley leyó en la tumba Nin.Shu.ba.ad y lo tradujo de esa manera. Nin, en Sumerio, significa en realidad diosa, no reina. Sitchin, por cierto, antes de llegar a su conclusión cita en su libro dieciséis contundentes pruebas.
Para finalizar mi resumen, sólo a manera de información les refiero que en la cultura Sumeria quedaron registrados los nombres de los reyes, y de casi todos ellos, su genealogía; al principio, los reyes eran semidioses por el hecho de tener como padre a un dios y como madre a una terrestre. Después se dio un período de transición, en el cual se realizaban inseminaciones artificiales procedentes del material genético de un dios, tras lo cual una diosa amamantaba al pequeño semidiós. Pero más tarde, Lugalbanda, uno de los reyes semidioses de la antigüedad, entró en escena y realizó un importante cambio, y a partir de él, el material genético divino provendría del lado femenino, es decir la madre sería una diosa. Lo que actualmente se conoce o se sabe acerca del ADN y de la genética aclara la importancia de este cambio: que los nuevos semidioses no sólo van a llevar el ADN normal mixto de una diosa y un terrestre, sino también, la serie de ADN mitocondrial que lo transmite exclusivamente la madre. Por primera vez, con Lugalbanda, el semidiós comienza a ser mas que semi, podría decirse que era dos terceras partes dios.
Lugalbanda, resulto ser el abuelo de Meskalamdug, el príncipe semidiós de una de las tumbas, y esposo de Nin Puabi. Por eso Sitchin culmina su relato del capítulo
la diosa que no se marchó, de la siguiente manera:
Y eso nos lleva a uno de los grandes descubrimientos de los orígenes de la humanidad de todos los tiempos; porque, de todos los anunnaki y los igigi que caminaron por el planeta Tierra y luego partieron, Nin Puabi, una NIN, con independencia de lo pura que fuera su sangre, fue La Diosa que no se Marchó.
Espero apreciados lectores haber podido introducirlos adecuadamente a la lectura del epílogo que leerán a continuación; de lo contrario presento mis excusas y trataré de hacerlo mejor en la próxima oportunidad.
Los dejo con la transcripción textual del epílogo. Hasta una nueva oportunidad.
Epílogo
Los Orígenes Alienígenas de la Humanidad: Las Evidencias
Desde que Darwin ofreció su teoría de la evolución como explicación de la vida en la Tierra, el capítulo más interesante, el que trata sobre los orígenes del hombre, se ha dado de frente con dos muros, como las olas del mar cuando se estrellan contra los acantilados de la costa: para los
creyentes, la afirmación de la santidad bíblica de que fue Dios, y no la evolución, quien creó al hombre; para los científicos puristas, la incapacidad para explicar de qué modo, en un lento proceso evolutivo que precisa de millones y millones de año, el hombre pasó del estado de homínido al del hombre pensante (
Homo Sapiens, es decir, nosotros) de la noche a la mañana, hace alrededor de 300.000 años. A medida que se encuentran fósiles de homínidos cada vez más cercanos a esas fechas, el enigma del
eslabón perdido (que es como ha llegado a conocerse este problema) se hace cada vez más insoluble.
Desde hace más de treinta años, desde la publicación de
El Doceavo Planeta, he hecho cuanto ha estado en mi mano para demostrar que no existe conflicto alguno entre la biblia y la ciencia, entre la fe y el conocimiento.
El eslabón se perdió, dije, porque alguien se adelanto en los acontecimientos en la evolución y recurrió a una sofisticada ingeniería genética para perfeccionar a un Homo erectus u Homo ergaster (como algunos prefieren llamar a su primo africano) mediante la mezcla de sus genes con los genes de ese alguien más avanzado. Ese
alguien fueron los
Elohim bíblicos (a quienes los sumerios llamaban anunnaki), que llegaron a la tierra desde su planeta , Nibiru, forjaron a El Adán y, luego, tomaron por esposas a las Hijas del Hombre. Y dije que eso fue posible porque la vida en su planeta y en el nuestro se basa en el mismo ADN, un ADN que compartieron cuando ambos planetas colisionaron...
¿Sigues aquí conmigo)
Debería de haber una manera mejor, claro está, no sólo de explicar todo eso sin argumentos (no sólo de decir que la investigación de la escena del crimen indica que ha tenido lugar un asesinato), sino una manera de generar el cuerpo del delito y decir ¡Voila!.
¡Ah, si hubiera tan sólo uno de esos anunnaki por ahí todavía, un tipo, hombre o mujer, que fuera incuestionablemente uno de ellos, de los nibiruanos, que se arremangara un brazo y dijera: ¡hacedme una prueba de ADN, descifrad mi genoma, así vereis que no soy de vuestro planeta!! ¡Descubrid la diferencia, descubrid el secreto de la longevidad, curad vuestros cánceres...!. ¡Ah, si eso ocurriera!.
Pero, gracias al destino y a la profesionalidad de muchos arqueólogos consagrados a su trabajo, si que existe una evidencia de este calibre, la del cuerpo físico de una anunnaki: los restos esqueléticos de Nin Puabi.
En agosto del 2002, el Museo Británico de Londres reveló la existencia en sus sótanos de unas cajas que no se habían abierto desde la época de Woolley, y que contenían los cráneos de las Tumbas Reales de Ur. Buscando más información del mismo museo, pregunté
si se habían hecho planes para examinar el ADN de aquellas calaveras. Cortésmente, me informaron que
de momento, no se tiene previsto analizar ese ADN, sin embargo,
el Departamento de Investigación Científica y el Departamento del Oriente Próximo de la Antigüedad van a llevar a cabo algunas investigaciones, y se espera que los primeros resultados se hagan públicos a principios del 2003.
Después de cruzar algunos correos referentes al tamaño de las calaveras y a los tocados, el conservador del Departamento del Oriente Próximo de la Antigüedad del Museo me dijo que
se está realizando actualmente una reevaluación detallada de todos los restos humanos óseos recogidos en Ur. El informe publicado en el 2004, reveló que en aquella reevaluación los científicos del Museo Natural de Londres habían hecho un buen número de radiografías (de rayos X); y decía que
a pesar del tiempo transcurrido desde que se habían encontrados los restos óseos, las conclusiones de los especialistas de la época habían quedado confirmadas. Los
especialistas de la época eran, en este caso, sir Arthur Keith y sus ayudantes.
Obtuve una copia del informe, y me sorprendió constatar que setenta años después de los descubrimientos de Woolley, ¡un museo de Londres poseyera aún los restos esqueléticos intactos de la
reina Puabi y del príncipe Meskalamdug!
¿De verdad que los tienen?, pregunté. Y así era, pues el Museo Británico me informó, el 10 de enero del 2005, de que:
el esqueleto de Puabi se conserva en el Museo de Historia Natural, junto con otros restos de las excavaciones de Leonard Woolley en Ur.
El descubrimiento era una bomba: ¡los restos de una diosa nibiruana (y de un rey semidivino), que habían sido enterrados hace alrededor de 4.500 años, estaban intactos y a disposición de los investigadores!
Insistiendo en mis preguntas sobre si se habían hecho o se iban a hacer las pruebas de ADN, me remitieron a la jefa del equipo científico encargado de la reevaluación, la doctora Theya Mollenson. para cuando pude hacerme con ella, se había jubilado ya. Los intentos por averiguar algo más con la ayuda de mis amigos en Londres no me llevaron a ninguna parte. Pero la urgencia por ocuparme de temas más apremiantes hizo que el asunto quedara en un segundo plano, hasta hace poco,cuando surgió la noticia de que los biólogos habían podido descifrar el ADN de los Neanderthales de hace 38.000 años y que lo habían comparado con el del hombre moderno. Si esto era así, ¿por qué no descifrar y comparar el ADN de una hembra anunnaki que murió hace sólo 4.500 años?
En febrero del 2009 escribí una carta sobre este asunto al Museo Natural de Historia de Londres. La Cortés respuesta, firmada por la doctora Margarett Clegg, jefa de la unidad de restos humanos del Museo, me confirmó que entre sus tenencias estaba tanto
Nin Puabi, relacionada también como la reina Shubad, como el rey Mes-Kalam-Dug. Añadiendo que
ningún análisis de ADN se ha realizado sobre estos restos, la doctora Clegg me explicó que
el Museo no realiza de forma rutinaria análisis de ADN sobre los restos de la colección, y no existen planes para hacerlos en un futuro cercano. Esta postura me fue reiterada por el Museo en marzo del 2010.
Aunque el ADN de Nin Puabi no es puramente anunnaki debido a que su padre, Lugalbanda, era sólo un semidiós, su ADN mitocondrial, procedente exclusivamente de su madre, si que es puro anunnaki; llevando así, a través de Ninsun y de Bau, hasta las madres antiguas de Nibiru. Con las pruebas pertinentes, sus huesos podrían revelar las diferencias de ADN y ADNmt que se hallarían en la base de nuestro eslabón perdido: el pequeño pero crucial grupo de
genes alienígenas (¿223 genes?) que nos hicieron pasar de los homínidos al hombre moderno hace unos 300.000 años.
Tengo la esperanza de que, demostrando que los restos de
Nin Puabi no son una cuestión
rutinaria, este libro convenza al Museo para que se salten la costumbre y lleven a cabo las pruebas. Ellos podrían proporcionar una explicación vital a la respuesta que se le dio a Gilgamesh:
Cuando los dioses crearon al hombre,
una amplia comprensión perfeccionaron para él;
sabiduría le habían dado;
a él le habían dado conocimiento;
vida eterna no le dieron.
¿Qué fue, en términos genéticos, lo que los
dioses se quedaron deliberadamente para sí en el Jardín del Edén?.
Quizás el creador de Todo deseara que la Diosa que no se marchó permaneciera aquí en la Tierra para que nosotros, finalmente, encontráramos la respuesta.
Zecharia Sitchin