Entre los grandes descubrimientos arqueológicos del siglo XX, la excavación de las tumbas reales de los reyes sumerios de finales del periodo protodinástico, que se remonta aproximadamente a 2450-2350 a. C., ocupa sin duda un lugar relevante. La excavación fue muy difícil: la estructura de las tumbas era totalmente desconocida; la estratigrafía, ya de por sí muy compleja, había sido expoliada por continuos saqueos; la presencia de objetos de esparto, caña, madera y cuero, y de estructuras de arcilla cruda, planteó enormes problemas de interpretación y conservación, la presencia de kilos de oro, de plata y de piedras duras añadía grandes riesgos en el aspecto de la seguridad. El arqueólogo sir Charles Leonard Woolley logró excavar y documentar científicamente, en un plazo de cuatro años (de 1927 a 1931), más de 2.000 tumbas, 16 de las cuales eran tumbas reales.
En 1922, cuando comenzaron las excavaciones de Ur, los arqueólogos ingleses intentaban establecer el perímetro del temenos o muro sagrado con el que Nabucodonosor, en la primera mitad del siglo VI a. C., había rodeado los edificios sagrados de la ciudad. En una zona llana, sin que hubiera en la superficie indicio alguno, apareció un grupo de vasijas de cerámica y de piedra, pequeños objetos de bronce y elementos de collares de piedra dura. Los capataces llevaron a Woolley pequeñas cuentas de oro, pero, curiosamente, ningún obrero había hallado cuentas de este tipo. Woolley, intuyendo que se encontraba ante una necrópolis, prometió una gratificación por cada ornamento de oro descubierto y entregado, una pequeña suma que, según calculó, sería tres veces superior al precio pagado clandestinamente por los orfebres locales. Era sábado; el lunes aparecieron en las cestas de excavación numerosas cuentas de oro, recompradas por los obreros a los mismos orfebres a quienes las habían vendido.
El episodio del robo demostró a Woolley que sus propios obreros no eran de confianza; además, los objetos excavados tenían formas desconocidas y no podían datarse con precisión. A pesar de la importancia del descubrimiento, Woolley, equilibrado e inteligente, comprendió que su expedición no podía afrontar aún una excavación tan comprometida y delicada como la de un rico cementerio prehistórico. La "trinchera del oro" se volvió a cerrar, y hasta principios de 1927 no comenzó la excavación de la gran necrópolis.
Ésta se encontraba al sur de la gran terraza central de Ur, formada por las ruinas superpuestas de edificios sagrados más antiguos. Era un espacio libre, usado anteriormente como zona de escombros. Pero la proximidad de los edficios sagrados propició que en la segunda mitad del III milenio a. C. se eligiera como necrópolis. Las tumbas de ciudadanos comunes eran unas 2.000; las reales, sólo 16.
Las primeras estaban formadas por una fosa rectangular, en la que se envolvía al difunto en una estera, o bien se le colocaba en un ataúd de madera, de mimbre o de arcilla. Todos los cadáveres yacían de costado, con las piernas dobladas y las manos recogidas sobre el pecho. Junto a ellos habían sepultado algunos objetos como collares, pendientes, hojas metálicas y otras armas, cosméticos, vasijas, así como el sello cilíndrico que servía a la vez de firma y de documento de identidad del difunto.
Pero más allá de la cámara violada, Woolley encontró lo que estaba buscando, es decir, el sepulcro inviolado de la reina Pu-abi, cuyo nombre le fue revelado por un sello, evidentemente relacionado con la primera rampa y su macabro cortejo.
El descubrimiento de Woolley suscitó un notable desconcierto en el mundo de los expertos en inscripciones cuneiformes, ya que en las antiguas inscripciones no había rastro alguno de rituales similares. En aquellos tiempos, la confianza en la superioridad de los textos escritos frente a los datos de excavación era mucho mayor de lo que es hoy en día. Los especialistas volvieron a investigar las tablillas para buscar algún indicio. En un antiguo texto conocido como "La muerte de Gilgamesh", del que se conocían sólo unos pocos fragmentos, se encontró una descripción de una sepultura real similar a las de Ur, pero sin referencias claras a unas ceremonias tan impresionantes como las documentadas en estas tumbas.
Algunos de los delicados objetos encontrados estaban realmente en pésimas condiciones. El famoso "estandarte de Ur" era, tal vez, la caja armónica de un arpa. El marco original de madera se había descompuesto, el betún que hacía de adhesivo se había desintegrado, los paneles de los extremos se habían roto y los dos paneles principales habían sido aplastados por el peso del terreno. Por consiguiente, la restauración actual es sólo una conjetura.
Woolley lo salvó excavándolo centímetro a centímetro y fijando paulatinamente las teselas y la tierra suelta con cera hirviendo y hules. El bloque consolidado fue levantado y colocado contra una pared de vidrio, a fin de observar en el dorso la posición de las teselas.
De este modo fue posible reconstruir exactamente el delicado mosaico, con las dos caras llamadas "de la paz" y "de la guerra". El panel "de la paz" representa animales, pescado y otros bienes traídos la procesión a un banquete. Las figuras sentadas, vistiendo faldas de lana, beben con el acompañamiento de un músico que toca una lira. Las escenas de banquete como esta son comunes sobre los sellos cilíndricos de este periodo, como ocurre con el sello de la Reina Pu-abi, también conservado en el Museo británico.
El panel "de la guerra" muestra una de las representaciones más tempranas de un ejército sumerio. Los carros, cada uno tirado por cuatro asnos, pisotean a enemigos; los soldados de infantería, con capas, llevan lanzas; los enemigos son muertos con hachas o alanceados y presentados al rey que sostiene una lanza.
Apareció en una esquina de una cámara, sobre el hombro de un hombre. Woolley imaginó que era una pieza para ser llevada al extremo de un poste, y de ahí el nombre de "estandarte", pero su función original se desconoce.